Razones posibles para hacer arte en un mundo repleto

Leonardo Solaas
18 min readJul 23, 2016

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“Painting”, según una búsqueda en Google Images

The world is full of objects, more or less interesting; I do not wish to add any more.
Douglas Huebler [1]

I want to make propositions. Let’s look at the world not by making a syllogism, but by making a fact that sits in the world and people can fall over it.
Antony Gormley [2]

La plenitud

El ser humano es un animal que hace cosas. Bajo este aspecto de Homo Faber, se las arregló para llenar el mundo de productos artificiales, en un proceso acelerado por la técnica. Eso incluye la multitud de objetos que pueblan nuestras casas y comercios, pero también islas gigantes de plástico en los océanos, gases de invernadero que inundan la atmósfera e información virtualmente ilimitada en ondas electromagnéticas que lo atraviesan todo. Esta situación nos propone una pregunta interesante: si ya hay tantas cosas en el mundo, ¿qué razones podríamos tener para hacer aún más? ¿No alcanza con las que hay? ¿Tenemos que llenar algún vacío? Porque es un hecho que todo parece estar bastante lleno. Vivimos en la era de la plenitud.

Para los que nos dedicamos a las artes visuales, este interrogante se ve doblemente agravado: tanto por el lado de “artes” como por el lado de “visuales”.

En primer lugar, hacer arte significa hacer algo que nadie nos está pidiendo, y que no atiende a ninguna necesidad inmediata. Se puede defender que un médico que crea mejores tratamientos para cierta enfermedad, o un ingeniero que trabaja en la generación de energía limpia, están justificados en su labor porque hay una demanda. Se puede hacer un lugar en el lleno del mundo para esas cosas, porque contribuyen al mundo, o al lleno, o a ambos (suponiendo que el lleno no vaya en contra del mundo).

Por otro lado, si en algún área de la producción humana el problema del lleno es particularmente grave, se trata sin duda del campo de las imágenes. Pensemos por un momento cómo era ser artista en la época de Rubens o Velazquez: las imágenes eran una cosa rara, un bien muy escaso que sólo podía verse en ciertos momentos y lugares, cuya posesión era un símbolo de status y riqueza, y que era el fruto de una laboriosa producción artesanal. Pero nosotros, que vivimos en la época de la reproductibilidad técnica, y ahora digital, estamos inundados de imágenes. Lejos de ser la competencia de unos pocos especialistas, todos nos hemos vuelto productores de imágenes en escala industrial. Peter Paul Rubens, uno de los pintores más prolíficos de la historia, produjo unos 1400 cuadros en toda su vida. Según estimaciones del año 2013, los usuarios de Facebook estaban subiendo unos 350 millones de fotos por día a la red social.

Así que, para nosotros, en este contexto de saturación en el que vivimos expuestos a un torrente sin fin de imágenes, es especialmente candente la pregunta de qué imágenes tiene sentido hacer o, en otras palabras, por qué molestarse en agregar unas gotas al océano visual que, siempre renovado, inunda el mundo día tras día.

Son buenas preguntas. La primera respuesta, creo yo, es una respuesta de hecho: a pesar de la falta de necesidad, a pesar de la saturación, algo nos mueve. Aquí estamos todos nosotros, artistas visuales, insistiendo de manera tenaz y un tanto conmovedora en lo excesivo y en lo inútil. Me interesa examinar de cerca qué es eso que nos impulsa, esas razones muchas veces intuitivas, no del todo conscientes, que alimentan la obstinación productiva del artista.

Las razones

Propondré unas pocas hipótesis. La primera y, creo yo, la más inmediata, es que hacer arte es placentero. Da satisfacción, o por lo menos una especie de sufrimiento gozoso, una sensación de dificultad estimulante. Esa es una cualidad que comparte con muchas otras actividades. Hasta podríamos decir, generalizando un poco, que el ser humano es un animal que se crea dificultades inútiles. Alguien que resuelve un crucigrama o que juega al ajedrez no tiene necesidad alguna de hacerlo, pero lo hace porque resolver problemas nos da satisfacción.

Ahora bien, hay dos características que debemos destacar de este motivo: primero, ese placer es privado. Le interesa sólo al artista, porque sólo él lo disfruta. Segundo, como decíamos recién, no es específico del arte. Desde este punto de vista, hacer arte no es diferente de coleccionar estampillas o hacer trenes en miniatura: es una afición o hobby.

La segunda razón para hacer arte es que nos da algo de qué hablar con otros. Es una excusa para la comunicación. En tanto seres sociales, tenemos una inclinación natural a expresar opiniones e intercambiar puntos de vista. Sin embargo, para ponerse a hablar deben darse (en general) ciertas condiciones: necesitamos temas de conversación. Ahora bien, creo que tampoco aquí hay algo específico del arte. Hay muchas cosas que podemos hacer que nos dan de qué hablar. Por ejemplo, tener convicciones políticas, tener un equipo de fútbol favorito, comprar un auto, pelearnos con un amigo o familiar, tener un hijo. Todas esas cosas pueden dar tema de conversación casi infinito.

Por último, se me ocurre que otro motivo posible para hacer arte es decir algo. No ya en el sentido de hablar sobre la obra, sino de hacer que la obra hable. Es decir, tomar al arte como una forma de pensamiento que propone enunciados sobre el mundo, o sobre algún mundo en particular. No hay que entender aquí “enunciado” como una afirmación hecha de palabras: a veces puede serlo, como en el subgénero del conceptualismo que podríamos llamar “arte de frases”, que lleva esa potencia enunciativa a la literalidad. Pero todo arte puede estar cargado de pensamiento, aún el más alejado de todo discurso y narratividad.

Hace un tiempo escribí un pequeño ensayo titulado “Definiciones del arte: Siete manifiestos en potencia para una era sin vanguardias”. Propone en síntesis que ya no es posible sostener UNA definición de arte, pero que, a la vez, la cuestión no puede dejarse simplemente en suspenso o indeterminada. En otras palabras, el concepto de arte no puede ser un lugar vacío de pensamiento. Luego se sugieren varias definiciones posibles a modo de estímulo para que cada cual encuentre la propia. La pregunta por el arte quedaría habitada, entonces, no por una respuesta única que pudiera convertirse en un criterio de demarcación para discernir “lo artístico”, sino por una multiplicidad abierta y continuamente renovada.

Ahora bien, es necesario confesar que ese texto es tramposo: brinda varias definiciones posibles, pero todas están contenidas o posibilitadas por una que se introdujo disimuladamente antes, que sería algo así como “el arte es una forma de pensamiento”. Queda establecida de manera negativa al decir que el arte no puede ser un lugar sin pensamiento. Es una definición muy general, pero definición al fin, porque habilita un recorte: dice que eso que hacemos por hobby o para conversar con otros no es “arte” en sentido pleno, que el arte sólo deviene tal cuando trabaja sobre una cuestión abierta y enuncia algo acerca de ella o, más brevemente, cuando toma una posición determinada.

Esa posición, naturalmente, no es posible en el vacío. Por eso el desarrollo de todas las definiciones que contiene el ensayo empiezan con una afirmación del tipo “el mundo es tal y tal cosa”: toda idea del arte es correlativa a una idea del mundo en el que ese arte tiene lugar, en el que hace lo que hace. No hay arte para uno mismo, o encerrado en el taller. Siempre hay implícita una realidad más amplia sobre la cual y con la cual trabaja la obra. La obra es un acto situado en un tiempo y en un lugar y en unas condiciones determinadas.

Lo que el artista hace es examinar esas condiciones, mirarlas de una manera (se supone) especialmente aguda o meticulosa o inusual, y construye su obra como una especie de propuesta. La obra está como orientada al porvenir. Es, en sentido literal, un proyecto: como nos indica la etimología de la palabra, es “lo que se arroja por delante” en sentido temporal, es decir, hacia el futuro.

Lo colectivo

Para resumir lo que dijimos hasta ahora, tenemos entonces tres razones para hacer arte: el placer personal que da como actividad, la excusa para hablar con otros, y la forma de pensamiento. Para abreviar, podemos llamar a esos motivos: satisfacción, comunicación y proyección. Mi idea aquí es que sólo en la proyección el arte encuentra su especificidad, es decir, lo que le es propio. Porque hay muchos hobbies y muchas cosas de las que hablar, pero el arte piensa de una manera específica, que no comparte con ninguna otra actividad. Ni la ciencia ni la política ni la filosofía, ni siquiera la crítica de arte, pueden pensar como piensa una obra.

No vamos a profundizar aquí en esa particularidad, pero podemos mencionar, a modo de ejemplo, que el arte piensa en acto. No es una promesa ni un relato ni una teoría, ni siquiera una afirmación acerca del mundo, sino una acción en el mundo que dice algo. Su hacer algo es decir algo: esa es la condición performativa (o “realizativa”) del arte. La actividad humana parece, a primera vista y de manera muy general, dividida en dos grandes reinos: hacer cosas, y hablar acerca de cosas. Trabajar con la materia o trabajar con las ideas. Hay, por supuesto, múltiples formas en las que esos reinos se contaminan, y el arte es una de ellas: simplemente ignora esa frontera y se instala como un hacer que dice, y propone la obra como una cosa que es al mismo tiempo una idea.

Hay otra diferencia que me gustaría señalar entre los tres motivos que hemos identificado. La satisfacción que da hacer arte, es como habíamos dicho, algo personal, que sólo lo implica a uno. La comunicación necesita, por lo menos, de dos personas. A veces se hace en grupo, por ejemplo en una escuela o una clínica de arte. El grupo puede llegar a ser muy grande, como en el caso de un crítico famoso que publica un libro. Pero en la proyección ya no es uno el que dialoga con otros, sino la obra misma la que pasa a formar parte de una construcción colectiva.

¿Cuál es la diferencia entre lo grupal y lo colectivo? Un grupo está formado por personas que se reúnen con un propósito, y lo que importa es qué le pasa a cada una de ellas como resultado de esa reunión. El modelo perfecto es la terapia grupal. Todo grupo es, en algún punto, una terapia grupal: a saber, una manera de ejercitar y definir nuestra propia identidad en relación con otros. En cambio, en lo colectivo las personas importan mucho menos, pasan a un segundo plano. Lo que importa es lo que tiene lugar entre ellas. Hay algo que sucede que es impersonal, que va más allá de la vivencia o la actuación de cualquier persona en particular y que (podríamos decir) tiene vida propia. La ciencia, por ejemplo, es una construcción colectiva: algo que se hace de a muchos, pero que en definitiva nadie controla, nadie sabe hacia dónde está yendo ni qué forma va a tomar en el futuro.

Entonces, en la medida en que uno concibe el arte como proyecto o pensamiento, está participando en algo más grande que uno. La satisfacción y el diálogo siguen estando, pero de alguna manera pasan a segundo plano. Lo que importa, lo que se pone en juego es, no lo que uno en tanto artista puede decir sobre la obra, sino lo que la obra misma dice en la construcción colectiva de la que participa. En ciencia, por ejemplo, una hipótesis sólo tiene sentido en relación a los precedentes en los que se basa, las teorías rivales con las que se pelea, etc. Sólo entonces la obra puede devenir un enunciado: en el contexto de una gran conversación que la precede y continuará más allá de sí misma. En otras palabras, concebido de esta manera el arte es una forma de investigación.

Desde el ángulo de la práctica del artista, la idea de investigación evoca un trabajo insistente, paciente, meticuloso, concentrado en un problema, que procede por prueba y error, y logra pequeños avances en relación a una cuestión o pregunta que va a su vez mutando con el desarrollo de la obra y el devenir de la conversación. Es una tarea de búsqueda siempre renovada que debe permanecer abierta al riesgo del fracaso para habilitar la posibilidad del progreso. Es un proceso iterativo donde cada obra es un experimento, una prueba que conduce a las que vendrán después, y nunca una respuesta definitiva o un punto de llegada.

Decíamos que las construcciones colectivas tienen una vida propia. Eso equivale a decir que cambian todo el tiempo, que su naturaleza es el movimiento: a veces más rápido y a veces más lento, pero en definitiva incesante. No sabemos hacia dónde se dirigen. No obstante, en algunos casos (por ejemplo, otra vez, el de la ciencia) dan la impresión bastante convincente de ir en una dirección determinada: aparentemente evolucionan. El punto es discutible y depende del criterio que apliquemos. Pero en todo caso producen novedad: posibilidades de acción y maneras de comprender el mundo que antes no estaban presentes.

Entonces, participar de ese movimiento parece conllevar el requisito de decir algo que no haya sido dicho anteriormente: algo nuevo o singular que de alguna manera impulsa o enriquece el diálogo colectivo en el que interviene.

El cliché

La idea de “lo nuevo” nos lleva, por oposición, a un tema que me interesa de manera particular: el cliché. ¿Qué es el cliché? La Wikipedia dice: “El término cliché se refiere a una frase, expresión, acción o idea que ha sido usada en exceso, hasta el punto en que pierde la fuerza o novedad pretendida, especialmente si en un principio fue considerada notoriamente poderosa o innovadora.” [3] Este es el significado habitual, pero yo voy a hacer un uso un poco ampliado de la palabra, para referirme a todo lo que nos resulta familiar y conocido, a todo lo que podemos reconocer en cuanto lo vemos, a todo lo que podemos clasificar en alguna categoría de manera más o menos automática porque ya hemos visto antes muchas cosas similares.

Esto es algo que los humanos hacemos muy bien, que nos sale sin esfuerzo alguno, y en general sin que nos demos cuenta. Vemos algo, y no nos detenemos a examinar todo lo que hay de único en esa cosa, sino que la identificamos de manera instantánea con otras cosas que hemos visto antes, y la clasificamos de acuerdo a eso, ignorando las particularidades que no son relevantes en ese esquema mental. En algunos contextos esto puede ser visto de manera negativa, como “prejuicio”, o “generalización”, pero es una habilidad muy importante que nos permite ahorrar energía mental y lidiar con el mundo de manera eficiente: si tuviéramos que detenernos a examinar cada cosa en su singularidad la vida sería imposible.

El arte es un poco raro en este sentido, porque me parece que la primera misión de una obra, lo primero que tiene que proponerse lograr, es romper con esa automaticidad, reclamar atención a su singularidad. Eso no es fácil: la tendencia a ahorrar energía mental que tenemos los humanos es muy fuerte. Hay que lograr eso que los formalistas rusos llamaban el extrañamiento: una cualidad que nos obliga a detenernos y mirar, porque hay allí algo raro, algo que no podemos reducir con tanta facilidad a lo que ya conocemos. Hay que romper con la economía cognitiva. Podemos decirlo así: el objetivo del arte es proponer cosas sobre las que no nos queda otro remedio que pensar.

Si tengo razón en esto, creo que también explica por qué el arte es una actividad tan difícil. Es difícil porque decir algo nuevo no es fácil. ¿De dónde saldría lo nuevo si, por definición, todo lo que hay es ya conocido, si, en otras palabras, todo lo que hay ya es cliché, y uno siempre trabaja con el cliché?

El cliché es, naturalmente, otro nombre del lleno. Es la forma específicamente artística del lleno, es aquello de lo que está lleno el arte. Es una curiosa sustancia que lo inunda todo y no parece dejar hueco alguno para poner algo más: a saber, el conjunto de todos los enunciados, todas las formas y todos los gestos que han sido agotados por la abundancia y la repetición. Es decir, consumidos en su potencia de cambio, de romper con el automatismo de nuestro trato con el conjunto de las cosas y poner en suspenso la máquina del reconocimiento durante un instante excepcional donde lo nuevo es posible.

¿Cómo se hace algo nuevo en el seno del cliché? Esa es la gran pregunta de todo artista. Es el desafío específico del arte, que sólo es posible, creo yo, bajo la hipótesis de que el lleno no es (aún) total, de que hay zonas en sombras, fisuras y territorios inexplorados que todavía demandan investigación. Tal vez, incluso, de que el lleno encubre un vacío y la abundancia es en definitiva pobre, una repetición infinita de un conjunto de motivos muy reducido.

Claro que hablo, de manera abiertamente subjetiva, del arte que me interesa: mucha gente que se define como artista trabaja a gusto en el seno del cliché, bien porque tienen la defendible convicción de que ya está todo dicho, o porque nunca sintieron la necesidad de internarse en lo desconocido. Hacen lo que yo llamaría un arte reproductivo, que repite lo que ya ha sido dicho, aunque sea algo que aún está revestido de un aire de ruptura y desafío, aunque sea el último cliché de moda. Es, en todo caso, un arte que no proyecta nada, sino que se da por satisfecho con ejecutar lo que ya proyectaron otros.

Lo nuevo

Decir que la pregunta por lo nuevo es la gran pregunta del artista equivale a decir, lógicamente, que nadie lo puede responder en su lugar, que no hay recetas ni métodos. Toda receta, en tanto procedimiento repetible, es por necesidad la receta de un cliché. Sin embargo, se me ocurren un par de requisitos previos, de condiciones necesarias, que no garantizan la aparición de algo nuevo, pero sin las cuales me parece que la novedad es imposible.

La primera sería abandonar la ilusión de la novedad radical. Parece bastante obvio, pero siempre hay algún ingenuo suelto por ahí que todavía adscribe a una visión mesiánica del arte, como manifestación de algún impulso trascendente, y que piensa tal vez que con sólo dejar que su ser se manifieste puede hacer algo nunca antes visto, una creación revolucionaria. No digo que no existan las creaciones revolucionarias, pero incluso ellas trabajan con el cliché. Una revolución es revolución de lo que hay: aún las revoluciones participan de una continuidad. Algo tan radicalmente nuevo que no tuviera nada que ver con lo que había antes sería sencillamente incomprensible. No tendría sentido.

En otras palabras, no se puede trabajar en el vacío, o con la inspiración como único alimento. Ahí viene el segundo requisito, que en realidad es el mismo visto del otro lado: hay que conocer el cliché. Hay que transitarlo y estudiarlo con detenimiento, porque es nuestra materia prima, pero también porque es la única manera de llegar a detectar sus fallas y puntos ciegos. Y es precisamente allí, en lo que queda sin decir en medio de la locuacidad, donde se abre la oportunidad de articular un enunciado. Los silencios del cliché, o los vacíos que encubre el lleno, son el lugar de trabajo del artista.

En términos prácticos, para un artista, esto significa estudiar la historia del arte y la tradición en la que se sitúa, pero también lo que está sucediendo ahora mismo: hay que elegir cuáles son nuestros interlocutores y cuál es la conversación en la que queremos participar. Nuestra obra sólo tiene posibilidad de encontrar una voz propia y un sentido en el contexto de esa polifonía compleja que es la construcción colectiva en la que nos insertamos. Sin un conocimiento del estado de situación del “arte” (es decir, de la versión del arte que nos importa) resulta imposible hacer algo nuevo, ya que ni siquiera tendríamos posibilidad de reconocerlo como tal. No podríamos distinguir lo que hay de singular y lo que hay de codificado en nuestro propio trabajo.

“Hacer algo nuevo” puede parecer una demanda demasiado alta, tal vez incluso un poco pretenciosa. Ciertamente, hacer arte en el sentido del que hablamos es difícil. Sin duda es una actividad con altas pretensiones. Pero el desafío puede volverse tal vez más accesible si pensamos la novedad bajo otro aspecto: a saber, como aquello que podemos hacer de único a partir de la combinación particular de habilidades y limitaciones, intereses y deseos, entorno y cultura que es cada uno de nosotros. En lugar de lo nuevo hablaríamos entonces de lo singular, como aquello que podemos aportar a la conversación desde el lugar que nos es propio.

Insistamos una vez más: “nuevo” es un adjetivo peligroso porque puede conducirnos a la idea equivocada de novedad radical, de creación ex nihilo y de libertad incondicionada del creador. Pero todo creador es un nodo en una compleja red social, cultural, e incluso económica. Toda la novedad a la que puede aspirar es la que se deriva del cruce de su entusiasmo investigador con su posición singular en el mundo. “Lo nuevo”, entonces, no debe pensarse como un imperativo que nos dirija a buscar la provocación y el shock a toda costa. Puede tratarse de actualizar una tradición, de cruzar hilos culturales divergentes, de traer al arte discursos de otras disciplinas, de usar el propio cuerpo o el relato autobiográfico como materia prima, etcétera. El punto de novedad no se encuentra visitando tierras exóticas sino en lo más íntimo o cercano. Lo curioso del asunto es que la indagación en esa “esencia” tan próxima como escurridiza puede resultar el viaje más largo de nuestras vidas.

Lo propio

Nos encontramos aquí con el viejo tema de “encontrar la voz propia” o “desarrollar un lenguaje”. Puestos a leer entrevistas a artistas conocidos, nos costará encontrar uno que en el relato de su carrera no mencione el momento (a veces muy prolongado) de transformación, el cruce de un umbral o rito de pasaje que significó el encuentro con la propia voz. Ahora bien, esa búsqueda arquetípica del artista está atrapada en una contradicción, porque el lugar de lo propio es el que nos permitirá llevar nuestro trabajo al extremo de sus posibilidades y, por así decir, proyectarlo lo más lejos posible; pero también es el lugar de mayor inestabilidad y peligro, porque allí justamente estamos solos, carecemos de referencias y nunca sabemos bien hacia dónde estamos yendo. El cliché provee reaseguros, es un refugio conocido. En cuanto lo abandonamos estamos como perdidos.

No faltan relatos aleccionadores en la historia del arte acerca de artistas cuya fidelidad a una visión singular los enfrentó a la incomprensión de sus contemporáneos, cuando no directamente a la soledad, la pobreza y la locura. No hace falta que lleguemos a tales extremos, pero lo singular siempre conlleva una falta de garantías de éxito, y entraña una delicada negociación con el mundo. Para introducirse en una conversación no alcanza con decir algo interesante, además hay que ser escuchado. Entonces, el miedo es una fuerza muy poderosa en contra de lo singular, de lo raro y de lo nuevo. Imitar es más seguro y más fácil.

Otra paradoja de lo propio reside en el hecho de que a veces la forma de encontrarlo es correrse a uno mismo del medio. Nuestras inseguridades y expectativas, nuestra ideas preconcebidas de “lo artístico”, nuestras suposiciones respecto a lo que otros verán en nuestro trabajo, pueden ser obstrucciones del mismo calibre que la tentación de repetir fórmulas comprobadas. En ocasiones se trata de poner en suspenso ese parloteo interno y atender en cambio a la conversación, dejarse llevar por el movimiento casi imperceptible de esa fuerza impersonal que circula en ella. Para intervenir en un diálogo de manera relevante es más importante saber escuchar que hablar fuerte.

Por si esto fuera poco, también lo propio puede devenir cliché. No tenemos que vérnoslas sólo con los lugares comunes del nicho cultural que transitamos, sino también con los que nosotros mismos hemos generado. Tener una trayectoria en el bolsillo y haber conseguido insertarse en una conversación no es el fin de la historia: la atenta escucha a la emergencia de lo nuevo es una disposición que nunca puede abandonarse, bajo pena de caer en la reiteración estéril de un enunciado que alguna vez tuvo sentido pero ya perdió toda su fuerza.

El trabajo del arte

No podemos concluir esta breve fenomenología de lo lleno y el cliché sin mencionar otra trampa implícita en la idea de “novedad”. Es una palabra peligrosa porque puede ser confundida con “sorpresa”. La sorpresa es como un efecto de novedad, una especie de novedad sin desconcierto y sin extrañamiento, que se reduce al retorno de lo conocido con otros ropajes. A diferencia de lo nuevo, puede industrializarse: por ejemplo, la sofisticación creciente de los efectos especiales en el cine no deja de capturar nuestra atención una y otra vez. Pero capturar la atención no es lo mismo que provocar el pensamiento: al contrario, puede resultar en una hipnosis que obstruye toda reflexión. Cuando decimos “nuevo”, es nuevo para nuestra comprensión del mundo, no para nuestros sentidos.

El estruendo de lo lleno es la batalla de las imágenes por producir sorpresa. Los productores de imágenes artísticas encontramos en ese sentido una dura competencia, y la dificultad enorme de reclamar una parcela de atención en medio del ruido. Pero en otro sentido no hay competencia alguna, porque el torrente de imágenes se trata en su inmensa mayoría del retorno de lo mismo: de las mismas sensaciones de sorpresa, diversión, ternura, indignación, interés, etcétera, provocadas por imágenes apenas diferentes de las que ya promovieron esos mismos estados en el pasado.

El arte va en sentido opuesto a la carrera de los memes por “volverse virales”. Es lo contrario de una imagen que se entiende instantáneamente y tiene el máximo efecto en el mayor número posible de personas. Reemplaza el reconocimiento por el desconocimiento y la comprensión automática por el desconcierto. No persigue un efecto particular, sino que abre un espacio de indeterminación que convoca a la actividad del receptor, es decir, al pensamiento. No se limita al mínimo común denominador para ser fácil de entender, sino que da trabajo.

El lleno es la plenitud de imágenes, palabras y objetos de consumo, no de sentido. Lleva implícita la idea de un mundo que ha llegado al término de su desarrollo histórico, donde la tecnología proporciona todo el cambio que necesitamos, todas las preguntas que importan han sido respondidas y el pensamiento es tan obsoleto como los trabajos manuales — excepto en la ciencia. Los profetas de la “muerte del arte” en sus variadas versiones son funcionales a esa ideología: sostener que todo ha sido dicho, que estamos condenados a la repetición y que el cliché es inevitable deja al arte en un estado de saturación y hartazgo que desactiva toda su potencia y acepta cínicamente su digestión por la industria del entretenimiento.

Si no creemos en la satisfacción acrítica del paraíso capitalista, entonces el arte sigue siendo tan o tan poco necesario como en cualquier momento del pasado. El régimen de estetización general del sistema de los objetos en el que vivimos no disuelve al arte, porque el arte es una forma de pensar, no de hacer cosas bonitas. El lleno cambia sin duda sus condiciones de producción, pero no lo torna redundante: por el contrario, le da nuevos materiales, multiplica sus posibilidades y es en sí mismo una razón poderosa para dedicarse a esta labor extraña: siempre difícil, contingente, fugaz y minoritaria pero, por esas mismas razones, maravillosa y fascinante.

Notas:

[1] Douglas Huebler (1924–1997) fue un artista conceptual estadounidense. Ver https://en.wikipedia.org/wiki/Douglas_Huebler

[2] Sir Antony Gormley es un escultor británico nacido en 1950. Cita tomada de http://www.interviewmagazine.com/art/antony-gormley-constructs/

[3] https://es.wikipedia.org/wiki/Clich%C3%A9

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Leonardo Solaas

Especialista en generalidades, turista de teorías, creyente de la duda. Extraviado en algún lugar entre la programación, el arte y la filosofía.