La naturaleza entre las manos
La naturaleza es lo primordial: es decir, lo no-construido, lo no-instituido […] La naturaleza es un objeto enigmático, un objeto que no es un objeto en absoluto; no está realmente dispuesto ante nosotros. Es nuestro suelo: no es lo que está frente a nosotros, lo que nos encara, sino más bien aquello que nos lleva.
— Maurice Merleau-Ponty, La structure du comportement [1]¡Si la naturaleza es injusta, cambiemos a la naturaleza!
— Laboria Cuboniks, Manifiesto Xenofeminista
En la calle, un cartel publicitario me propone una experiencia turística en la “naturaleza pura”. ¿Es la naturaleza un lugar? ¿Un cierto tipo de espacio? En las redes, un contacto preocupado por la degradación del medio ambiente insiste en que debemos “volver a la naturaleza” ¿Es la naturaleza un tiempo (pasado)? ¿un estado (perdido)? ¿un origen? En la tele, alguien declama con voz estridente que cambiar de sexo es “contrario a la naturaleza”. ¿Es la naturaleza una ley? ¿un orden preestablecido? En una góndola del supermercado, un envase de jamón declama que su contenido es “natural”. ¿Es lo natural un ingrediente? ¿El hecho de NO usar ciertos ingredientes? ¿Una manera de hacer las cosas? Un amigo me aconseja, antes de una cita romántica, que sea yo mismo, que me comporte “con naturalidad”. ¿Hay una naturaleza que me es propia? ¿Es algo así como una verdad de mí?
Pero empecemos por el principio: ¿qué es la naturaleza? Deberíamos seguramente averiguarlo antes de responder a esas preguntas. ¿De qué estamos hablando? ¿En qué punto coinciden (si es que en alguno) todas esas formas de usar las palabras “naturaleza”, “naturalidad” y “natural”?
La cuestión no es clara. A primera vista, no parecen tener mucho en común, excepto, tal vez, que se trata de términos que ponen orden, que establecen un cierto marco de referencia, incluso una escala de valor. En cada caso, la naturaleza está del lado de lo bueno, y lo que sea que se le oponga (¿la ciudad? ¿la contaminación? ¿la degeneración? ¿la artificialidad? ¿la impostura?) queda inapelablemente del lado de lo malo. De lo que llega, tardíamente y sin necesidad, para corromper un estado de cosas en el que todo era como debía ser: un error, una falla, una caída.
Habría que sospechar que cada vez que alguna forma de la naturaleza emerge en los discursos que envuelven la vida cotidiana (muchas veces cada día) se hace presente, en dosis microscópicas, el mito de la expulsión del paraíso, con toda su carga de aspiración, de culpa y de nostalgia. Se reactiva el pecado original.
Tal vez parezca exagerado. Pero esas apariciones son al menos como pequeños signos encriptados que apuntan en la dirección general del Edén: de eso que dicen que había antes de que todo se fuera al carajo. No es que comprar el jamón “natural” nos vaya a franquear las puertas del paraíso. Pero la palabra encierra una promesa rudimentaria de redención, que tal vez nos ayude subconscientemente a pagar el precio más elevado (y a ignorar la paradoja de que la palabra “natural” está impresa a todo color sobre un envase de plástico).
Retrocedamos. Podría ser que sea mejor empezar desde el otro lado, y preguntarnos más bien qué es lo otro de la naturaleza, a qué se opone, con qué se tensa. En torno a esa cuestión, todavía escuchamos el eco de ideas muy lejanas. En la Grecia antigua, para los sofistas la physis, la naturaleza, se opone al nomos, la norma o la costumbre de los ciudadanos de la polis. Se trata, entonces, de dos regímenes normativos; de dos formas de la ley: la primera, universal, inmutable y necesaria; la segunda, convencional y contingente. Para Hippias, por ejemplo, las leyes de los humanos son inútiles e inservibles, porque cambian a menudo para adaptarse a las necesidades de quienes detentan el poder. En el Protágoras, Platón (1981) le hace decir: “La convención es un tirano para la especie humana, y a menudo hace que la gente actúe de manera contraria a la naturaleza” (p. 550). En el Gorgias (Platón, 1983, pp. 80–81), por su parte, Callicles va aún más lejos, al afirmar que la moralidad convencional es un invento de los débiles y estúpidos para impedir a los fuertes e inteligentes hacer aquello a lo que tendrían derecho por naturaleza, a saber, explotar a los inferiores para su propio provecho.
Este tipo de prédicas eran un problema para las cortes atenienses. Por ejemplo, quien hubiera robado un pan porque tenía hambre, podía alegar que había violado la ley humana porque seguía una ley natural superior, la necesidad de comer, cuyo castigo inapelable es la muerte. La apelación a la ley natural es emocionalmente poderosa, pero legalmente peligrosa, porque pone en cuestión la ley humana. Por eso, en un movimiento recursivo de auto-preservación, las normas legales atenienses prohibían el recurso a la naturaleza como argumento de defensa en juicio.
Los sofistas, sin embargo, no estaban todos de acuerdo: compartían ciertas preocupaciones, pero no las respuestas. Así, Protágoras argumentaba que la ley y la convención son ellos mismos desarrollos naturales, necesarios para la supervivencia humana y el avance de la civilización (Taylor & Lee, 2020). El nomos, por lo tanto, es parte de la phyisis, tanto como la formación de enjambres es parte de la naturaleza de las abejas. Las restricciones de la ley emergen de la necesidad de cooperar en un mundo hostil: no son una limitación de la naturaleza humana, sino su perfeccionamiento.
Pero esta no es la única contrafigura de la naturaleza que tiene para ofrecernos la antigüedad clásica. En el esquema hilemórfico de Aristóteles, que piensa a las substancias como un compuesto de materia y forma, physis se opone a techné. La palabra techné abarcaba todo lo que hoy podemos llamar arte, técnica o artesanado. Se aplica a las cosas que reciben su forma desde fuera, por efecto de una acción y de una intención humanas. La forma está “en el alma” del artista o productor, que reúne ciertos planes o diseños que tiene en mente con ciertos materiales en los que esa forma se materializa. Los seres que pertenecen a la physis o naturaleza, en cambio, llevan en sí mismos el principio de su forma, y crecen y se reproducen de manera acorde con ese principio interno (Cohen & Reeve, 2020).
Los humanos, entonces, tenemos la capacidad de concebir posibilidades más allá de lo que se nos presenta inmediatamente; de hacer planes y organizar nuestra acción en consecuencia. De ese modo, ponemos en el mundo a los productos del arte y de la técnica, que se suman al reino de las cosas que se hacen a sí mismas, como el dominio agregado de lo artificial.
Ya sea que se trate del nomos, lo convencional, o de los productos de la techné, lo artificial, lo otro de la naturaleza es algo que hacen los humanos [2]. Estamos, por lo tanto, en la posición de unos extraños animales que, siendo de algún modo parte de la naturaleza, van sin embargo más allá de ella. En palabras de Jean-Luc Nancy: “La physis inviste a los humanos con una capacidad que excede el mero ejercicio de lo que pertenece a la physis. En otras palabras, la naturaleza del ser humano implica un exceso por sobre la naturaleza” (2018, p. 9).
Es nuestra naturaleza, podríamos decir, sobreabundar y sobrepasar lo dado. Lo humano puede ser visto como una suerte de fuerza elemental o de principio activo que desde lo natural abre una herida en lo natural, una suerte de desprendimiento interior que hace dos donde había uno. Aristóteles nos proporciona el nombre de esta potencia humana: es el logos, la capacidad de discurso razonado, que habilita “la producción de un trabajo basado en un conocimiento reflexivo y con una finalidad en vista” (p. 9).
Eh ahí lo que, con los humanos, adviene al mundo. El logos es un virus del espacio exterior (a la naturaleza): nosotros, animales humanos, tan sólo le damos cuerpo. Pero esa encarnación lo hace efectivo. El logos se hace cuerpo particularmente en la boca y en las manos. Por la boca, como palabra, hace (o deshace) comunidad. Por las manos, como acción, hace (o deshace) mundo.
En “El gesto de hacer” Vilém Flusser (2014) se detiene en la tarea de las manos humanas poseídas por planes e intenciones:
Si el objeto ha sido evaluado, las manos empiezan a “informarlo”, a cambiar su forma. Lo violan, no dejan que sea como es. Niegan el objeto. Se afirman a sí mismas con respecto al objeto. Esa negación y esa afirmación de las manos con relación al objeto es el “gesto de producir”. Este gesto arranca al objeto de su entorno. “Producir” significa llevar al objeto de un contexto a otro, cambiarlo ontológicamente. Significa sacarlo de un contexto negado (un mundo que no es como debería ser) y ponerlo en un contexto afirmado (un mundo que es como debe ser). El gesto de producir es un gesto que niega el mundo objetivo, porque afirma que el mundo objetivo es falso, malo y feo. Porque el mundo impide que las manos se encuentren. Es por eso que nuestras manos son monstruos: ellas afirman, por medio del gesto de producir, que el mundo en el que se encuentran es falso, malo y feo — a menos que se haga algo con él. Y esta monstruosidad es nuestra manera de ser en el mundo (p. 39. Traducción propia.)
El humano es el animal que no deja tranquilas a las cosas, que no puede tomarlas simplemente como se presentan, sino que considera sus posibilidades: piensa todo el tiempo qué puede hacer con ellas, como puede manipularlas en su provecho. Las convierte en términos de un cálculo. No se limita, por lo tanto, a vivir en el mundo, sino que hace mundo: genera su propio entorno, hecho de ropajes, refugios, herramientas, armas, ornamentos, alimentos cocidos y acuerdos con sus semejantes. Peter Sloterdijk coincide con Flusser en calificar esta condición como “monstruosa”: “Lo ontológicamente monstruoso consiste en que, en torno a un ser no divino, todo se convierte en mundo” (2011, p. 108). Demasiado animales para ser dioses, demasiado parecidos a dioses para ser animales, estamos atrapados en una zona de penumbra, en una tierra de nadie que nos excluye tanto de la pureza vital de la animalidad como de la falta de condicionamientos del dios.
Este nuevo mundo que lo humano (el logos) hace advenir no se integra con el que ya estaba en una continuidad libre de tensiones. Lo artificial no convive en paz con lo natural, sino que, podríamos decir, lo provoca; lo pone en cuestión y lo arranca de su ensimismamiento. Entre ambos se entabla una suerte de combate. La cita de Flusser lo deja claro: las manos son el agente des-naturalizante que cambia el estado de las cosas, que se pone en acción porque hay algo que está mal como está y es necesario hacer que esté bien.
Ya no queda tan claro, en este escenario, que la naturaleza esté del lado de lo bueno. Si fuera buena la dejaríamos tranquila: no habría necesidad de techné. ¿Será que necesitamos sostener en el plano del discurso que la naturaleza es buena, para mejor proceder en la práctica como si fuera mala? [3] Lo primero para establecer un marco de referencia intangible, exterior y anterior a las convenciones humanas, que permita poner orden, fundar valores y establecer jerarquías. Lo segundo, para cambiar ese orden según nuestra conveniencia; para hacer con él lo que se nos antoje. Desde ese punto de vista la naturaleza deviene “un registro relativamente inferior, se subordina a la técnica en tanto la naturaleza provee los materiales para la técnica”.
Habría, por lo tanto, dos naturalezas. Frente al nomos, la physis es un régimen de normatividad más fundamental, universal y necesario, en relación con el cual las leyes humanas son contingencias efímeras y antojadizas. Frente a la techné, la physis es material disponible, substancia inerte que espera ser informada. Hay una naturaleza que nos tiene en su seno, y hay otra que tenemos entre las manos. Hay una naturaleza superior, de la cual somos hijos, o incluso esclavos. Y hay otra inferior, de la que somos dueños y señores. Una es nuestra madre-primera. La otra, tan solo materia-prima [4].
Si lo humano es lo otro de la naturaleza, no debería extrañarnos que, de manera correlativa, sufra una duplicación, expresada como dos modalidades fundamentales del logos que podríamos llamar, en aras de la brevedad, política y ciencia. Los asuntos humanos se bifurcarían, en tal caso, entre los que atañen a una normatividad interna (contrato social) y los que se refieren a una normatividad externa (tecnociencia).
A primera vista esa división parece conllevar una cierta asimetría, porque parece que la ciencia es justamente la parte del logos que trata con la naturaleza, y se encarga de desentrañar sus misteriosas regularidades y comportamientos para así mejor dominarla. La ciencia y la técnica serían una suerte de interfaz, una zona de contacto e intercambio entre la esfera humana y lo que está por fuera de ella. Pero también en las normas, acuerdos y controversias que se despliegan al interior del múltiple humano hay una frontera con la naturaleza: a saber, con ese “afuera interno” a la sociedad que son los instintos y pulsiones de cada humano.
Pero las dos naturalezas también son la fuente de un debate interminable en el que los humanos contrastan diferentes ideas acerca de su lugar en el mundo. Nadie dice en voz alta que la naturaleza sea mala (así como nadie insulta en público a su madre), pero muchos (muchísimos) actúan como si no fuera otra cosa que materia-prima, y algunos sostienen incluso en el debate público que la salida a nuestros problemas presentes es tomarla entre las manos, hacerse cargo de ella por medio de una intensificación de la techné. Del otro lado, los acólitos de la naturaleza buena, hijos fieles de la madre-primera, apelan a expresiones como el “cuidado de”, el “respeto por”, el “regreso a” la naturaleza, que entrañan la paradoja de que los humanos deberíamos hacer lo menos posible, o no hacer en absoluto, o incluso concentrarnos en un extraño hacer que va en contra del hacer, un des-hacer lo ya hecho, o un bloqueo de acciones futuras: limpiar los ríos, reforestar los campos de cultivo, proteger los humedales, reintroducir especies autóctonas, cerrar las minas de carbón.
Ante la evidencia de que la velocidad crucero de la civilización occidental no está llevando inexorablemente hacia el desastre, las reacciones se bifurcan: para algunos se trata de pisar el freno, o poner marcha atrás, y para otros se trata de acelerar, en la confianza de que la misma techné que nos metió en este lío será capaz de sacarnos de él.
En el estado de cosas que suele llamarse “antropoceno” la técnica parece haber doblegado a la naturaleza de la superficie de la Tierra de manera inapelable y completa: la especie humana ha devenido un agente geológico. Aunque se trata también del tiempo de la gran amenaza, por la cual la naturaleza retornaría, furiosa y vengativa, para arrasar con lo humano y reclamar su reino. Los sofisticados alambiques de la técnica, construidos a lo largo de miles de años, están llegando a su punto álgido, mostrándose al mismo tiempo, y sin pudor por la paradoja, como arrasadoramente poderosos y supremamente frágiles.
Retrocedamos. Decíamos que para Aristóteles el mundo se reparte entre las cosas que se hacen a sí mismas (el dominio de la physis o lo natural), y las que son hechas por humanos (el dominio de la techné o lo artificial). Ante esta nítida frontera cabría preguntarse: ¿de qué lado caemos los humanos mismos? ¿somos naturales o artificiales? Parece que en este caso especial “hacerse a sí mismo” y “ser hecho por humanos” son calificaciones que coinciden. Estamos tal vez en la situación del barbero de la paradoja de Russell: en un pueblo cuyos habitantes, o bien son afeitados por el barbero, o bien se afeitan a sí mismos, ¿a qué grupo pertenece el barbero? El problema, claro está, es que el barbero sirve para definir los conjuntos, y por lo tanto no puede, a su vez, quedar definido por ellos. De igual modo los humanos somos el elemento que define y hace posible la distinción entre lo natural y lo artificial: somos el puente que a la vez une y separa esos dos reinos.
Desde esta perspectiva, la distinción sería sencillamente inaplicable, y lo humano estaría más allá de la diferencia natural-artificial. Sin embargo, ese estado de excepción, esa privilegiada neutralidad, no se verifica en la experiencia. La idea de naturaleza es demasiado poderosa: atraviesa dominios y escalas, es multifacética y fractal, transita de lo cósmico a lo íntimo, y reaparece para determinar una fractura interna a lo humano. Así, también puedo pensar en mi naturaleza, como aquello más propio, más verdadero y más auténtico en mí; y por contraste distinguir todo lo que se me impone y viene de afuera: el artificio, la falsedad y la impostura.
En cada humano, por lo tanto, sería en principio posible distinguir lo natural de lo artificial, lo propio de lo impuesto, lo innato de lo adquirido, la autenticidad de la alienación. Tendríamos una parte que es esencialmente nuestra, porque no es el resultado del plan de nadie, y otra que fue (y sigue siendo, cada día) formada por la cultura y la sociedad (el nomos). Se trata de la doble cara del “animal racional”: en cuanto “animal” (es decir, cuerpo viviente), el humano sigue siendo parte de la naturaleza; pero en tanto “racional” (es decir, infectado por el logos) el humano es un producto artificial de sí mismo: como dice Sloterdijk (1999), una especie domesticada, una variedad de sus propios cultivos.
En el orden tradicional de las cosas, la naturaleza, madre-primera, es la que me dice quién soy, la que me otorga mi nombre y mi sitio entre la multitud de los vivientes. Es la dadora de lo dado, la fuente de lo in-nato: de lo que llevo en mí desde antes de que yo estuviera allí para decir nada al respecto. Pero también soy, por otro lado, artesano de mí mismo: me tengo entre las manos y puedo aplicar diversas técnicas para construirme como algo que antes no era, algo que se aleje e incluso tache o niegue mi origen. Me debato entre el destino y la libertad.
Esta distinción entre lo propio y lo impuesto es intuitiva, y opera muchas veces a la hora de tomar decisiones o reflexionar sobre nosotros mismos. Pero también es problemática, porque no existe, prima facie, una manera confiable de discernir lo que es verdaderamente mío, una marca o señal que pueda usar para diferenciar aquello que no le debo a nadie de las múltiples formas en que soy apropiado por fuerzas y proyectos ajenos.
En nuestros días hay dos puntos álgidos en torno a los cuales se juega con particular intensidad el drama de las distintas figuras de la naturaleza y de lo humano. Por un lado, en lo que podríamos llamar el “frente externo”, la emergencia ambiental, a la que ya nos referimos más arriba. Por otro, en el “frente interno”, la cuestión de género.
Durante mucho tiempo (y todavía…) la cultura occidental invirtió una cantidad enorme de energías, y numerosas cláusulas del contrato social, en sostener la separación de dos casilleros simbólicos que llevan las etiquetas de “hombre” y “mujer”. Esa obsesión se explica por el lugar fundamental de esa organización binaria, y de las asimetrías que conlleva, para el buen funcionamiento del sistema capitalista. Se trata tal vez del núcleo fundamental de la división social del trabajo, sobre la cual se construyen otras formas de desposesión y desigualdad, en un sistema de muchas dimensiones que no nos detendremos a analizar aquí [5].
Lo importante a nuestros fines es el recurso permanente al carácter “natural” de esa diferencia para rechazar y reprimir cualquier impulso de cruzar los limites de esos casilleros, o de situarse directamente por fuera de ellos. Como saben los políticos (y los acusados en un juicio) desde tiempos inmemoriales, siempre es bueno tener a la naturaleza de nuestro lado. Si conseguimos presentar lo que defendemos como un hecho natural, hemos ganado: eso lo sustrae inmediatamente a toda crítica, lo retira del ágora del debate público, y lo reviste de una neutralidad incuestionable; porque lo natural es lo que no puede ser de otra manera. “No soy yo quien lo dice, las cosas son así”. Aunque, claro, yo hago hablar a las cosas, me constituyo en vocero de la naturaleza, para presentar a mis afirmaciones ya no como mis opiniones, sino como hechos universales. Aquí la idea de naturaleza revela otra de sus manifestaciones: como dispositivo retórico y herramienta de poder, por el cual un actor con intereses determinados elabora un discurso acerca del afuera del nomos para operar dentro de él. En las sociedades seculares la naturaleza toma el lugar de Dios como fundamento trascedente de lo Bueno y de la Verdad.
La naturaleza, en este contexto, se convierte en un recurso policial, en el respaldo de una ley inapelable que, como tal, justifica un poder absoluto. Es la posición conservadora de Protágoras, por la cual el nomos es una extensión de la physis, y las leyes humanas, o al menos algunas de ellas, las más fundamentales, no hacen más que articular en palabras las leyes naturales: explicitan el orden real de las cosas. Ahora bien, en el otro extremo del campo social, el homosexual que sale del closet, o la persona queer o transexual, también hablan a menudo de algo que es así y que no pueden cambiar, de una naturaleza íntima y profunda que se les impone con fuerza de ley. En alguna medida siguen a Callicles, en tanto rechazan a las convenciones sociales y los criterios de normalidad como imposiciones arbitrarias — aunque no lo hacen, como proponía el sofista, para defender su derecho natural de oprimir a los más débiles, sino para defender su derecho natural a manifestarse en la sociedad como lo que sienten que son.
Tiene lugar entonces un debate por la locación de la naturaleza, por el reparto de lo que se puede y no se puede cambiar: es decir, por la cuestión de qué es aquello que está en nuestras manos y qué es aquello de lo que las manos mismas están hechas y se sustrae por ende a toda acción. Todos quieren tener a la naturaleza de su lado. La diferencia es que el policía apela a una naturaleza general, válida para todos y por lo tanto normativa, que permite condenar a todo lo que se desvíe de ella como enfermedad, degeneración o pecado; mientras que la persona disidente busca fundamento en una naturaleza propia o íntima, que sólo vale para sí, y no pretende imponer a otros más que el derecho a manifestar una diferencia y ser reconocido a partir de ella.
Entonces, ¿qué actitud deberían adoptar las luchas feministas en relación con la naturaleza? ¿Es el feminismo una lucha a favor de una naturaleza aplastada por el peso de convenciones opresoras, o en contra de una naturaleza que es el territorio en el que echa raíces esa misma opresión? ¿Es el sometimiento un fruto natural o un dispositivo artificial?
No hay respuestas evidentes: se trata, de hecho, de un debate medular entre distintas corrientes feministas. La voz que puso este problema en escena fue la de Shulamith Firestone, que en su libro “La dialéctica del sexo” (1976) adopta decididamente la postura de que el sometimiento de la mujer tiene raíces biológicas: se trata de “una opresión que se remonta más allá de todo testimonio escrito, hasta penetrar en los mismos umbrales del reino animal” (p. 11) En consecuencia, “las militantes feministas se ven en la necesidad de poner en tela de juicio no solo la totalidad de la cultura occidental, sino la organización misma de la cultura y, más allá, de la propia naturaleza” (p. 10)
Sin embargo, conceder que “el desequilibrio sexual del poder posee una base biológica” no lo convierte en un destino inamovible. La autora cita a Simone de Beauvoir:
La humanidad no es una especie animal, es una realidad histórica. La sociedad humana es una anti-physis: en cierto sentido se enfrenta a la naturaleza; no se somete pasivamente ante ella sino que asume su control en beneficio propio. (p. 19)
Entonces, “lo ‘natural’ no es necesariamente un valor ‘humano’”. La humanidad desborda a la naturaleza, y por lo tanto “ya no podemos justificar el mantenimiento de un sistema discriminatorio de clases sexuales basándonos en su enraizamiento en la Naturaleza” (p. 19).
Por otra parte, para Firestone el problema es más profundo que las asimetrías de poder entre las figuras de “hombre” y “mujer”:
[…] el objetivo final de la revolución feminista no debe limitarse -a diferencia de los primeros movimientos feministas- a la eliminación de los privilegios masculinos, sino que debe alcanzar a la distinción misma de sexo; las diferencias genitales entre los seres humanos deberían pasar a ser culturalmente neutras. (p. 20)
Se trata, podríamos decir, de aislar al nomos de la physis: de quitarle a la biología cualquier poder determinante en el seno de la organización social humana.
El “Manifiesto Xenofeminista” del grupo Laboria Cuboniks (2015) apunta sin ambigüedades en la misma dirección: “XF [el Xenofeminismo] es vehementemente anti-naturalista”.
Cualquiera que haya sido considerado “innatural” bajo las normas biológicas reinantes, cualquiera que haya experimentado injusticias en nombre del orden natural, comprenderá que la glorificación de “lo natural” no tiene nada para ofrecernos. (0x01) [6]
El programa anti-naturalista es a la vez un programa anti-identitario. La naturaleza, en tanto nombre de lo que no está sujeto a manipulación, de lo que no puede sino ser como es, es el territorio en el que arraigan las esencias y las identidades. Desde esa perspectiva encuentra un nuevo contrincante, que es la libertad, entendida justamente como la posibilidad de tomar las cosas entre las manos y transformarlas en algo distinto de lo que eran.
El despliegue táctico de la libertad humana tiene lugar por medio de la techné:
Nuestra apuesta está con la tecnociencia, donde nada es tan sagrado que no pueda ser rediseñado y transformado para ensanchar nuestra apertura a la libertad, que abarca al género y a lo humano. Decir que nada es sagrado, que nada es trascendente o inmune al deseo de saber, meter mano y hackear, es decir que nada es sobrenatural. La “naturaleza”, entendida aquí como el campo de juego ilimitado de la ciencia, es todo lo que hay. (0x11)
Esta postura debe, por lógica, poner en cuestión también a los recursos a una naturaliza íntima a los que apelan para justificar su diferencia los que se sienten excluidos del orden “normal”: “[…] con demasiada frecuencia se nos dice que busquemos consuelo en la falta de libertad, refugiándonos en afirmaciones de “haber nacido así”, como si las bendiciones de la naturaleza nos sirvieran de excusa” (0x0B).
Está claro, sin embargo, que hay una compleja dialéctica de lo contingente y lo necesario que se pone en juego. Demasiadas veces se les dijo a los homosexuales que podían “curarse” o cambiar por un mero acto de voluntad, volviéndolos de pasada culpables de su condición. Si hace falta quitarnos de encima el peso de toda “naturaleza propia” que sea un destino inamovible o una condena de por vida, también hay que pensar que el flujo del deseo no es una contingencia por la que la persona es de algún modo “responsable”, o que podría cambiar si le diera la gana. El deseo se impone a veces con fuerza de ley, y otras veces se fuga en extrañas metamorfosis. Sentimos un deslizamiento hacia una trampa recursiva, un juego de cajas chinas: el deseo, como motor de la libertad, como fuerza por detrás del logos, se opone a la naturaleza — pero también hay una naturaleza del deseo.
El Manifiesto reconoce el carácter inextricable de este nudo: “[…] el sexo y el género representan de manera ejemplar el fulcro entre norma y hecho, entre libertad y compulsión”. Esto nos confronta con muchos “frentes de batalla ambivalentes”:
El proyecto de desenredar lo que debería ser de lo que es, de disociar la libertad del hecho, la voluntad del saber es, por cierto, una tarea infinita. Hay muchas lagunas en las que el deseo nos confronta con la brutalidad del hecho, donde la belleza es indisociable de la verdad. (0x12)
El “antinaturalismo normativo” debe, sin embargo, estar asociado a un “naturalismo ontológico”: a saber, la afirmación de que “nada existe que no pueda ser estudiado por la ciencia y manipulado por la tecnología”. En nuestros términos “antinaturalismo normativo” quiere decir NO a la naturaleza madre-primera , intocable fuente de valores, normas y jerarquías; y “naturalismo ontológico” quiere decir SÍ a la naturaleza materia-prima, substancia abierta la manipulación tecnocientífica. Esta perspectiva conduce al grito de batalla con el que cierra el Manifiesto: “¡En el nombre del feminismo la “Naturaleza” ya no será un refugio para la injusticia, ni la base para justificación política alguna! ¡Si la naturaleza es injusta, cambiemos a la naturaleza!” (0x1A)
Esta consigna podría traducirse al griego antiguo de este modo: el nomos debe absorber a la physis por medio de la techné. Se trata de que podamos tomarlo todo entre las manos: al mundo y a nosotros mismos como parte de él, todo arcilla blanda, en ninguna parte un límite duro o una roca inamovible que esté radicalmente sustraída a la acción. Es un proyecto sobrecogedor: si todo puede ser sometido a la manipulación técnica, entonces pasamos a vivir en un mundo sin naturaleza (madre-primera) o donde todo es natural (materia-prima). La fractura que el logos había abierto en el seno del mundo vuelve a cerrarse porque se completa su dominio; porque las manos llegan por fin a todas partes y ya no tiene sentido pensar un afuera de lo humano. En un mundo así, la vida se parece cada vez más a un sueño, porque no hay nada fijo, no hay marcos de referencia estables, y todo puede cambiar en cualquier momento — aunque no necesariamente de maneras que uno pueda predecir o controlar [7].
Para algunos humanos ese sueño se presenta con los tintes oscuros y afiebrados de una pesadilla. La emancipación de la madre-primera nos deja huérfanos, sin certezas y sin guía. Para otros, sin embargo, es el sueño de la libertad, del libre flujo de la potencia creadora del deseo y la destrucción de las cadenas de la identidad, que durante tanto tiempo anclaron al piso de la naturaleza las venerables estructuras de la opresión, la discriminación y la injusticia.
Notas
[1] Citado en Andrea Bardin (2015, p. 40). Traducción propia.
[2] En “Clima e historia: Cuatro tesis”, Dipesh Chakrabarty (2009) sostiene que “los humanos jamás nos experimentamos a nosotros mismos como una especie” (p. 67). En este punto, nuestra propuesta está en las antípodas: estamos afirmando que, cada vez que hablamos de “la naturaleza” estamos “contando por uno” al conjunto de los humanos (es decir, a la especie) como aquello que, viniendo de la naturaleza, es lo otro con respecto a ella.
[3] Esta pregunta contiene un eco evidente de la conocida tesis de Bruno Latour en “Nunca fuimos modernos” (2007), que afirma que la modernidad insiste en separar la naturaleza de la cultura en el discurso (en un proceso que denomina “purificación”) mientras que multiplica en los hechos las mezclas y la producción de entidades totalmente nuevas, híbridos de naturaleza y cultura (“traducción”)
[4] Con este esquema, naturalmente, simplificamos. Las cosas siempre son más complejas. Al interior del nomos, por ejemplo, también podemos detectar un debate interminable entre las figuras de una “naturaleza mala”, entendida como la bestialidad primigenia de los humanos, que es necesario controlar por medio de técnicas sociales como la disciplina y la educación; y una “naturaleza buena”, pensada como un estado originario de armonía y pureza de espíritu que la civilización viene a desnaturalizar y corromper. En la modernidad clásica este debate está asociado a nombres propios: por un lado, Thomas Hobbes y su “Leviatán”, por el otro Jean-Jacques Rousseau y su “buen salvaje”.
[5] En “El Anti-Edipo” Gilles Deleuze y Felix Guattari (1985) analizan el modo en el que la doble desposesión de la mujer, en la esfera social y en la esfera doméstica, es un factor estabilizador del orden capitalista en las sociedades posteriores a la revolución industrial. La mujer está excluida del trabajo y de la propiedad, y en el seno de la familia patriarcal debe vender su cuerpo para ganar su participación en el salario del padre de familia. Su producción se reduce a la reproducción.
[6] Sin números de página. Utilizamos en cambio los códigos que identifican parágrafos en el Manifiesto. Traducción propia.
[7] La emergencia climática es un síntoma de lo real del sueño prometeico. Como dice Latour, “el pecado no consiste en el deseo de dominar a la Naturaleza, sino en creer que ese dominio significa emancipación y no entrelazamiento [attachment]” (2012). Que la técnica no deje nada sin tocar no es la escena del triunfo final de la razón, sino más bien la demolición de cualquier muro entre leyes humanas y leyes naturales, entre sociedad y naturaleza. Ya no habitamos un hogar separado de la intemperie del mundo.
Bibliografía
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