La doble vida del hipersujeto

Leonardo Solaas
17 min readJul 26, 2017

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Establezcamos, para empezar, una premisa, que en nuestros tiempos es casi de sentido común: a saber, que esa cosa que llamamos “yo” es, en gran medida, un relato. O bien, un conjunto más o menos coherente de afirmaciones e historias que repetimos día a día a otras personas y a nosotros mismos. Es la suma de las ideas que tenemos acerca de lo que somos. Es un entramado variable hecho de lenguaje.

Agreguemos a esto la siguiente hipótesis: que las formas literarias dominantes en una cierta época tienen una gran influencia sobre la forma en que se constituye esa subjetividad. Son el modelo y la caja de herramientas disponible para armar nuestra propia historia.

Hasta hace poco el género literario dominante era la novela. Con “dominante” quiero decir: el más popular, el que los lectores pasaban más tiempo leyendo, e incluso los no lectores recibían en la atmósfera cultural de la época.

La novela nace con la modernidad, y trae consigo la innovación técnica del acceso directo al mundo interior de los personajes. A diferencia, por ejemplo, del teatro, donde sólo veíamos lo que los actores se decían unos a otros, en la novela podemos ver lo que un personaje se dice a sí mismo. Somos espías o infiltrados en el espacio íntimo del pensamiento, completamente inaccesible en la vida real salvo por la excepción privilegiada de nuestra propia mente. La magia del artificio novelesco es permitirnos estar en otro como en nosotros mismos. Nos convierte en invasores que escuchan pensamientos ajenos.

También es íntima la situación de consumo de la novela: estamos solos con el libro. Tanto el teatro como otros géneros orales (cuentos tradicionales, poemas épicos) estaban asociados a un encuentro social. Las historias eran una forma de estar con otros, un ritual de intercambio y creación de lazos entre dos o más personas. La novela, en tanto efecto del crecimiento de la alfabetización y la invención de la imprenta de tipos móviles, es una forma de encuentro diferido, que se disfruta en soledad.

Pero, ¿qué tipo de vida cuenta la novela? Cuenta la vida de un sujeto que se ve enfrentado a su propia libertad, y que debe conquistarla por medio de la toma de decisiones vitales.

En las sociedades tradicionales, pre-modernas, la libertad no era un problema muy serio: las identidades estaban determinadas mayormente desde el nacimiento, incluyendo rango social, ocupación u oficio, perspectivas de matrimonio y aspiraciones posibles. Rebelarse contra el ordenamiento social establecido era riesgoso y mal visto. Cada persona tenía su lugar en el plan divino y su misión era ocuparlo adecuadamente.

La modernidad introduce el problema de la elección. El espíritu libre, o la sustancia pensante, ya no tiene un lugar preestablecido en el cosmos. Tiene que decidir qué hacer con su vida.

El héroe de la novela es el sujeto humano que goza o sufre de esa libertad, que se enfrenta al mundo armado de su fuerza, voluntad e inteligencia, pero sin guía alguna ni destino fijado de antemano. Las escrituras ya no sirven como manual de instrucciones ni modelo de la vida que debemos vivir. Estamos solos ante el cosmos.

Entonces, en la modernidad la vida es una novela. Cada uno es el héroe de su propia historia, y una actividad principal del sujeto moderno es relatar esa historia, tanto a los otros como a sí mismo. La novela se organiza en instancias dramáticas: los momentos donde mejor se manifiesta el sujeto son los dilemas existenciales, los grandes momentos de decisión. Una vida es, en síntesis, un encadenamiento de escenas clave que explican y demuestran quién es ese sujeto.

¿Cómo estamos ahora en relación a ese modelo? Durante el siglo XX los medios audiovisuales empiezan sin duda a introducir novedades. Las historias se consumen más rápido, en mayor cantidad y menor detalle, y emergen industrias que las convierten en un bien abundante, una commodity. Empezamos a vivir en un mundo saturado de historias.

Pero yo diría que el modelo de la novela no entra en una crisis seria sino hasta nuestros días. ¿Cuál diríamos hoy que es el género literario dominante? Si lo juzgamos por el tiempo que dedicamos cada día, sería sin duda el hipertexto en Internet, y en particular las series infinitas de posts en redes sociales como Facebook, Twitter, Instagram y otras.

Adoptando la terminología de Facebook, podemos llamar “stream” a esa cadena interminable de informaciones que recorremos haciendo scroll. El stream tiene una forma fragmentaria, discontinua, que no se parece a ninguno de los géneros tradicionales. Es más bien como el diálogo interno, que salta de una cosa a otra sin mucha coherencia. O peor aún, porque mientras una mente humana mantiene al menos el tenue hilo de la asociación libre, en el stream cada fragmento no tiene más relación con el anterior y con el siguiente de la que emerge azarosamente y a posteriori.

Como no hay continuidad, la experiencia del stream es una especie de eterno presente: cada post vive en su tiempo separado, como una instancia, a veces, de una línea narrativa separada y virtual, que el lector tiene que reconstruir a partir del recuerdo de otros posts sobre el mismo tema. No existen el suspenso o la tensión narrativa que movían la acción en la novela, sino una especie de estado de flujo sin dirección determinada, de curiosidad abierta y vaga expectativa de que la próxima información que aparezca en pantalla sea más sorprendente o interesante que las anteriores.

Podríamos decir que el presente continuo del stream nos da acceso al acontecimiento, en el sentido de lo que sucede en el mundo en este preciso instante. Es la historia del presente. Eso supone que el mundo es algo en estado de flujo y cambio perpetuo. Al contrario de la novela, en la que el mundo solía ser un fondo relativamente estable sobre el que el héroe se movía, en el stream nos encontramos inmóviles frente a la pantalla, contemplando como en un aleph a un mundo que se mueve y se transforma ante nuestros ojos.

Pero claro, otra condición fundamental del stream es que no somos meramente lectores: todos podemos también insertar nuestras propias informaciones en el flujo, y volvernos co-autores de ese texto colectivo. En el mundo de la novela, unos pocos escritores escribían para muchísimos lectores. Pero ahora la escritura se ha democratizado: todos leemos y todos escribimos, en un ciclo continuo y retroalimentado de producción y consumo. A esta nueva literatura debe corresponder, según nuestra hipótesis, un nuevo tipo de sujeto “escrito” bajo este paradigma. Se trataría de un sujeto del hipertexto o, brevemente, un hiper-sujeto.

Roland Barthes imaginaba, en una entrevista de 1974, una práctica que ignorara las figuras mayores de la modernidad literaria: que no resultara en novelas, ni en poesías, ni en ensayos. Era “una cierta idea utópica de la literatura, o de la escritura, una escritura feliz”[1]. Los textos circularían en pequeños grupos de amistades, por fuera de toda instancia mercantil, y se trataría entonces “del deseo de escribir, del goce de escribir y del goce de leer”, derribando el divorcio entre la lectura y la escritura.

El cine y la televisión eran todavía esencialmente modernos, porque no rompían con el modelo asimétrico de la novela (y de la pintura, la música, etc.), en el que unos pocos productores producen informaciones para muchísimos consumidores, que los reciben de forma mayormente pasiva. Es la cultura de masas, el modelo del broadcasting. La visión utópica de Barthes era la de un modo de producción distinto, más allá de las jerarquías y asimetrías fundamentales del capitalismo moderno. Un modo horizontal, simétrico, sin centros, más cercano al diálogo que al discurso.

En 1984 Vilém Flusser tuvo una visión semejante. Propuso distinguir, por un lado, los “hilos fascistas”, que son los que bajan en haces (fasces) desde los centros de poder hacia los nodos periféricos, y por otro los “hilos antifascistas”, que son aquellos que corren en sentido transversal, conectando a los nodos entre sí directamente, sin pasar por los centros de poder[2]. Flusser escribía antes de que la Internet fuera una realidad cotidiana, pero veía ya en las potencialidades de la técnica la apertura futura de estos canales orientados al diálogo, que se perfilaban como una señal de esperanza en un mundo culturalmente homogéneo y hegemónico.

Hoy vivimos cada día, con una intensidad impensada, en alguna versión de la utopía de Barthes y de Flusser: intercambiamos libremente informaciones en grupos de amistad e interés, en un continuo de lectura y escritura sin barreras de entrada ni mediaciones comerciales. Sin embargo, empujados por la técnica a esta tierra prometida del diálogo universal, no está para nada claro que se trate efectivamente de una utopía.

En primer lugar, el efecto de la “escritura feliz” es muchas veces el hastío o el agotamiento. El stream se vuelve homogéneo, repetitivo, falto de sentido. La hiper-comunicación nos deja más aislados. La sobrecarga de información nos impide distinguir qué es importante. Como dice Boris Groys, la imagen marxista de una sociedad donde todos somos artistas, es decir, creadores de informaciones, no es una utopía, sino una pesadilla [3].

En segundo lugar, los centros de poder aún están ahí. Ya no producen contenidos, sino que se limitan a administrar y distribuir las informaciones producidas por nosotros, los usuarios, registrando al mismo tiempo cada una de nuestras acciones en sus plataformas con finalidades comerciales. Así, Google y Facebook se cuentan entre las compañías más cotizadas del mundo, mientras observamos con alarma y nostalgia la decadencia de las empresas periodísticas tradicionales, criaturas en vías de extinción sobrevivientes de la era del broadcasting.

Por último, hoy podemos presenciar el espectáculo alarmante de que los “hilos antifascistas” transmiten en los hechos informaciones fascistas, que tienen efectos tan poco utópicos como el actual resurgimiento de las derechas y los discursos discriminatorios y reaccionarios en todo el mundo. Los grupos de afinidad se transforman en burbujas de contenido que crean un caldo de cultivo favorable a las opiniones más extremas y los discursos delirantes, más allá de todo contraste con la realidad o con puntos de vista diferentes.

La Internet es literalmente una u-topía, es decir, un no-lugar, que está en cambio entre todos los lugares, colapsando las distancias geográficas, sociales y culturales. Es el no-sitio donde todos los humanos podríamos encontrarnos en tanto, simplemente, humanos, en una conversación no regulada por el peso de las identidades colectivas que habitualmente median nuestros intercambios: sexo, edad, clase, cultura, nacionalidad.

Esa utopía, sin embargo, se revela como una entidad profundamente paradójica. Se las arregla para ser al menos tres cosas a la vez: un aleph que nos permite presenciar el flujo del mundo entero en el marco luminoso de una pantalla; un panóptico donde todo lo que vemos, cliqueamos y escribimos queda registrado en los inmensos servidores de diversas corporaciones globales y agencias de seguridad; y una aldea global en la que podemos, al menos en potencia, entrar en conversación con cualquiera y formar asociaciones de interés sin límites de ningún tipo.

Decidir que la Internet es “buena” o “mala” y dar por cerrado el caso es evidentemente un acto de ingenuidad o pereza intelectual que elude enfrentarse a esa naturaleza contradictoria, y al hecho de que todos esos aspectos de la red le son de algún modo esenciales y están ligados de manera indisoluble.

El caso es que la Internet, como infraestructura técnica, ha instalado por su propia naturaleza una suerte de socialismo literario, donde todos somos a la vez lectores y escritores. Por ahora, la forma principal que ha tomado esta nueva literatura es el stream. No podemos decir que sea una forma corta ni larga: si bien los posts tienden a ser cortos, como en el caso extremo de los 140 caracteres de Twitter, el stream en sí es virtualmente infinito. Nuestra atención se fragmenta en muchas informaciones breves, y al mismo tiempo se concentra en una sucesión sin fin de la que muchas veces emergemos con la clara sensación de que nos atrapó durante demasiado tiempo.

De manera parecida, las grandes decisiones vitales del héroe novelesco han sufrido un proceso de atomización. En las redes sociales quedamos definidos por la sumatoria de nuestros posts, reposteos, comentarios y likes. En un mundo sin continuidad narrativa, ya no hay nudos dramáticos, sino una acumulación continua de micro-decisiones. El dilema existencial de antaño se convierte en una serie de clics.

Esta nueva especie de hipersujeto demanda, por otra parte, un trabajo de sostenimiento siempre renovado. En el presente continuo del stream no hay historia, la memoria es débil. Los posts y likes de ayer son velozmente arrastrados al olvido por las corrientes digitales. El suelo se mueve bajo nuestros pies. Nos vemos en la situación de la Reina Roja de Alicia, que tenía que correr para permanecer en el mismo lugar. El trabajo de subjetivación se vuelve una rutina cotidiana, una tarea permanente.

Más aún, el entorno informacional del hipersujeto cambia todo el tiempo, forzándolo a responder a estímulos variables e impredecibles, en un estado de adaptación continua. Se trata de una identidad en flujo regida, como dice Reinaldo Laddaga, por un ideal de la improvisación [4]. Este contexto premia el virtuosismo en el procesamiento, combinación y producción de informaciones cambiantes, y favorece la chispa, el ingenio y el slogan por sobre la reflexión o las narraciones complejas.

En la novela el autor disfrutaba del poder del acceso a la interioridad de sus personajes (en tanto narrador omnisciente), o de al menos uno de ellos (en la narración en primera persona). En el stream la opacidad de las mentes ajenas no es ni siquiera un problema, porque cada una de ellas toma sobre sí la tarea de revelarse en su intimidad. Facebook nos pregunta: “¿Qué estás pensando?” (“What’s on your mind?”). La distinción entre público y privado deja de tener sentido. El stream es confesional: un jardín público de interioridades abiertas como flores, cada cual tratando de dar a conocer su particular esencia.

El estado de hipercomunicación presente no se refiere solamente al colapso de todas las distancias. En la era de la novela la socialización sucedía en lugares y momentos específicos, pero ahora, gracias al stream, el email y las aplicaciones de mensajería, la conversación es constante y ubicua. Vivimos inmersos en un parloteo de tiempo completo. Ya nunca estamos solos, aunque a la vez, curiosamente, muchos estamos más solos que nunca. Somos al mismo tiempo un hipersujeto en estado de comunicación absoluta, y un hiposujeto profundo cada vez más solitario y aislado. Tal vez estemos en proceso de devenir mentes-enjambre, como abejas u hormigas, donde la individualidad, que era tan fundamental para el hombre moderno, quede subordinada a procesos impersonales de pensamiento colectivo; al tiempo que nuestros cuerpos queden cada vez más recluidos en espacios estancos.

La novela era una poderosa máquina de construcción de sentido, en el sentido elemental de algo que va hacia a algún lado: el arco narrativo se tensaba hacia su fin, y todas las acciones del héroe parecían quedar justificadas y explicadas por la necesidad de la historia. En tanto protagonistas de nuestra propia novela, también nuestras vidas quedaban transidas de sentido. Es válido preguntarnos entonces: ¿cuál es el sentido del stream? O bien, conversamente, ¿cómo hace sentido de su vida el hipersujeto?

Es claro que de un modo muy diferente: ya no en la epopeya de una búsqueda o en la persecución de un fin último, sino en la reacción instantánea al estímulo presente. Cada clic es un micro-sentido, una minúscula flecha apuntada en cierta dirección, que junto con otras forma una suerte de “nube de sentido”: el cuerpo fantasmal del hipersujeto.

Para fijar esta distinción, podríamos llamar “sentido fuerte” a esa corriente que empuja la acción en la novela, y “sentido débil” a la brisa que mueve los clics en el hipertexto. El primero estaba ligado a un sujeto profundo en sus dilemas y decisiones. El segundo constituye un sujeto de superficie, manifiesto en el efecto de sus acciones sobre una pantalla.

Retornemos entonces a este punto: Nuestra convivencia inmaterial en el no-lugar de la Internet promete tal vez una nueva forma de vida, el tao de un eterno presente, con identidades fluidas y la posibilidad de (re)inventarse a sí mismo más allá de toda determinación externa: finalmente, la libertad de ser lo que uno quiera.

Es una utopía a la que llegamos sin manifiestos ni revoluciones, sino por el contrario casi sin darnos cuenta: no sabemos bien qué pasó y de pronto estamos aquí. Y, una vez más, no queda tan claro que se trate de un mundo feliz: la libre creación de una identidad virtual deviene, como dice Boris Groys, una obligación del diseño de sí [5]. El avatar que nos representa en el ciberespacio se convierte en un producto, atrapado en la lógica general del capitalismo, y uno termina siendo el gerente de marketing de sí mismo. La ligereza liberadora del sentido débil se vuelve simulacro, cuando no directamente impostura y falsedad.

Hay una amplia variedad de formas de experimentar esta transición entre regímenes de sentido. Algunos la viven con naturalidad, incluso con entusiasmo, mientras que otros la padecen como un hecho inevitable pero agotador y desafortunado. Sin embargo, todos seguimos encontrándonos con momentos dramáticos, seguimos sufriendo como el más tradicional personaje de ficción, y seguimos hablando de nuestra novela familiar con amigos y terapeutas. Es decir, el hipersujeto no llegó para simplemente reemplazar al sujeto tradicional y aligerarnos de su peso, sino que se adosó como un apéndice o extensión: una cosa más de la que debemos ocuparnos.

Quién sabe, tal vez los niños de hoy estén destinados a un mundo totalmente regido por el sentido débil, como sujetos de superficie que viven el momento, se reinventan cuando quieren, y no necesitan para nada justificarse con historias ni pensarse a sí mismos como protagonistas de una novela. Pero al menos a nosotros, humanos de transición, sólo nos queda la posibilidad de esta doble vida, de sostener a la vez y en paralelo estos dos sujetos más o menos relacionados entre sí, pero también inevitablemente desfasados, porque pertenecen a espacios y tiempos diferentes. Podemos ver al hipersujeto como una máscara digital, un avatar que nos representa en el ciberespacio, pero también, cada vez más, al sujeto histórico como un infra-sujeto, el resto privado y oculto, incluso un tanto vergonzoso, de nuestra reluciente identidad inmaterial. Y todo esto sin hablar de esa tercera forma extra-lingüística del “yo” que es el cuerpo físico.

Devenimos, entonces, seres híbridos, divididos, como un centauro… O algo más extraño aún, porque el centauro seguía teniendo una sola cabeza, pero los dos sujetos conviven uno junto al otro disputándose el control, en un juego de tensiones y contradicciones permanentes. Como si el centauro tuviera a la vez una cabeza de humano y otra de caballo, y ambas no estuvieran siempre de acuerdo acerca de qué hacer o qué es lo importante [6].

Podemos señalar una última paradoja del hipersujeto: si bien es una identidad (o un proceso identitario continuamente renovado) que puede tener consecuencias muy reales en nuestras vidas, todas las intervenciones que lo constituyen quedan inmediatamente expuestas al anonimato. Está en la naturaleza del stream socavar toda autoría: todo lo que ingresa en él es absorbido en un flujo impersonal de signos e inmediatamente separado de su origen, por acción de la copia y el reposteo. El meme es esa porción de información que se reproduce como si tuviera vida propia, en virtud de la apropiación del mismo que efectúan innumerables sujetos. El nombre del creador inicial de esa información es casi siempre desconocido y en todo caso irrelevante.

El hipersujeto es por lo tanto, en más de un sentido, una identidad al borde de la disolución: por un lado, por la corriente que arrastra todo rápidamente hacia el olvido. Por otro, por la fácil absorción en el anonimato de las informaciones producidas. Y tal vez, además, por la participación en identidades colectivas e impersonales, constituidas por informaciones que circulan por la web esperando alimentar su vida digital con nuestros reposteos y likes.

El espacio informático, con su baja resistencia a la conectividad, favorece la disolución de la identidad individual en identificaciones colectivas. El mundo real, en su lentitud y tosquedad, hace difícil no toparse con personas distintas, pero la web está inmediatamente abierta al cultivo y la retroalimentación de todo tipo de ilusiones, posiciones extremas y delirios paranoides. Es el lado oscuro de su potencia de formación de comunidades, y la semilla de la sociedad post-verdad en la que vivimos hoy, donde ningún hecho puede resistir la interpretación y la confirmación mutua de un grupo de hipersujetos con una idea fija. De ahí, como decíamos antes, que la supuesta hiper-democracia de la comunicación horizontal termine en reacciones y fascismos variados.

Podríamos arriesgar la hipótesis de que la decadencia del formato de narración larga es correlativa al ocaso de los razonamientos complejos: así, las afirmaciones ya no necesitan una secuencia lógica o la demostración de ciertos hechos para sustentarse, sino que les basta con cierta fuerza persuasiva o verosimilitud emocional, con la pregnancia del meme. La verdad también se vuelve instantánea y fragmentaria: más bien un efecto de verdad, del que ni siquiera se espera que forme parte de un sistema de creencias más o menos coherente.

Es difícil decir cómo se desarrollará en el futuro esta batalla entre diferentes literaturas o regímenes de sentido. Más aún, diría yo que es difícil decidir qué deberíamos desear que pase. Seguramente no queremos volver al modelo asimétrico del broadcasting y al afán totalizador de los discursos de la primera modernidad. Pero la misma naturaleza horizontal, fragmentaria y pasajera del stream lo convierte en un terreno fértil para la banalidad, la redundancia y la falta de responsabilidad. El desafío consiste en habilitar un máximo de libertad sin caer en la entropía absoluta; un máximo de conectividad sin que el ruido ahogue todo sentido y relevancia.

Podríamos tal vez imaginar algunas características deseables para la naciente sociedad del hipertexto. Por ejemplo, que se desarrollen y popularicen técnicas para frenar el alcance panóptico de los centros de poder corporativos y gubernamentales en la Internet (digamos, la encriptación, la comunicación peer-to-peer, el blockchain y el software de código abierto). O que vayamos encontrando maneras eficaces de volver compatible la hiperlibertad de inventarse a sí mismo como sujeto virtual con la responsabilidad por las informaciones que se introducen y la limitación de la violencia, el acoso y el engaño ejercidos al amparo del anonimato y la ausencia física. O que emerjan formas de seleccionar información que disminuyan la redundancia y el ruido del stream, permitiendo sin embargo el encuentro con informaciones y actores diferentes que abran brechas en los círculos de confirmación mutua y las burbujas de contenido (probablemente con la ayuda de inteligencias artificiales). O que descubramos cómo favorecer los encuentros virtuales sin fronteras, pero con consecuencias reales en el plano emotivo, la colaboración productiva y la reunión física de cuerpos en el mundo. Es decir, conversaciones que vayan más allá del “marketing de sí mismo” y contribuyan a la reconciliación del hipersujeto con el sujeto histórico, expandiendo la potencia de ambos.

Puede ser, sin embargo, que nada de esto suceda, y que toda esta revolución técnica sea funcional a una alienación creciente, una sociedad de control de unas dimensiones que Orwell nunca se atrevió a imaginar, y una intensificación simultánea de la superficialidad y de la soledad, de las falsas apariencias y de la angustia. O bien, puede suceder algo que ni siquiera imaginamos todavía y que sea simplemente diferente. Después de todo, la técnica viene presentándonos objetos que se resisten a ser clasificados como “buenos” o “malos” (digamos por ejemplo: el automóvil, la energía nuclear). Objetos que se revelan más complejos que toda dualidad moralista y simplemente cambian nuestras vidas, y al mundo mismo, de maneras irreversibles. Los humanos demostramos nuestra ductilidad adaptándonos una y otra vez a las consecuencias imprevistas de nuestras propias creaciones.

Lo que nos queda, el dilema que no podemos evitar en concreto, día tras día, es cómo elegimos decirnos a nosotros mismos: bajo qué régimen literario escribimos nuestro yo. Diseñar un proceso de subjetivación es, en definitiva, una toma de posición y un acto político, en el que articulamos la construcción de nuestra persona con la puesta en práctica de un mundo por venir. Otros momentos políticos del mundo estuvieron signados por el cuestionable beneficio de la certeza. Hoy, en cambio, no es fácil saber qué hacer con nuestra doble vida: el panorama es incierto, las tensiones múltiples. Pero ese es el desafío específico del tiempo que nos toca vivir.

[1] BARTHES, Roland. Oeuvres Completes. Paris, Seuil, 2002, Vol. III, p. 66. Citado en LADDAGA, Reinaldo. Estética de la emergencia. Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2006, p. 228.

[2] FLUSSER, Vilém. El universo de las imágenes técnicas. Buenos Aires, Caja Negra, 2015, pp. 90–93.

[3] GROYS, Boris. Volverse público. Buenos Aires, Caja Negra, 2014, p. 102.

[4] LADDAGA, Reinaldo. Ibid., p. 186.

[5] GROYS, Boris. Ibid., p. 22.

[6] Una versión más sofisticada de este monstruo contemporáneo podría ser: un cuerpo animal con una cabeza humana, de la que brota una segunda cabeza robótica.

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Leonardo Solaas

Especialista en generalidades, turista de teorías, creyente de la duda. Extraviado en algún lugar entre la programación, el arte y la filosofía.