Después del proyecto: Formas de vida normales y posibles en la era moderna
1. Proyecto
Vivimos en la era del proyecto. Todos tenemos proyectos: probablemente varios a la vez, compitiendo por nuestra atención y nuestro tiempo. No sólo organizan nuestra vida, sino que a menudo parece que la vida está subordinada a ellos, que ellos son la vida. Incluso el ocio y el descanso no son más que recursos necesarios para volver a trabajar más y mejor en nuestros proyectos.
Nos rodean, además, los proyectos de otros. Hay disciplinas específicamente proyectuales, como la arquitectura, la ingeniería y el diseño. Pero también hay proyectos comerciales, proyectos políticos, proyectos de pareja, proyectos educativos, proyectos artísticos, etcétera. En general los proyectos se valoran de manera positiva. Tener proyectos es bueno e importante. Una vida sin proyectos es una vida fallida, que causa preocupación, que está expuesta a todo tipo de peligros. La cultura globalizada en la que vivimos está completamente poseída por una especie de entusiasmo del proyecto, que es a la vez un ideal y un imperativo para todos nosotros.
Si esta manera de actuar y de administrar el tiempo y las energías ocupa un lugar tan importante, si se ha vuelto el principio organizador del mundo contemporáneo, ¿no deberíamos tal vez detenernos a examinarla? Todas las cosas que son objeto de un entusiasmo acrítico, que se dan por sentadas sin más discusión, invitan a la sospecha. Parecen tan naturales que se vuelven invisibles, pero si nos detenemos a observarlas, rápidamente se abren todo tipo de preguntas.
Empecemos por mirar de cerca a la palabra misma. “Proyecto” proviene del latín, y resulta de la combinación de la raíz jacere (echar o arrojar) con el prefijo pro- (hacia adelante). Se trataría, entonces, de “lo que se arroja por delante”, como un proyectil o una proyección.
La misma raíz jacere se encuentra en otras palabras muy importantes: notablemente, en “objeto”, que proviene del latín objectum, participio de objicere, que significa “poner delante (de algo)”, “oponer”, “proponer”. El sentido del prefijo ob- no está, por lo tanto, muy lejos del de pro-. Ambos refieren a una orientación frontal, hacia adelante, aunque pro- tiene tal vez una connotación más dinámica. En todo caso, salta a la vista la cercanía etimológica entre “proyecto” y “objeto”. Existe, naturalmente, el verbo “objetar”, que por alguna razón ha preservado sólo con el aspecto negativo de este “poner delante”, como frenar, oponer o contraponer. “Proyectar”, en cambio, es el acto positivo de echar algo por delante: aquello que inicia un movimiento en lugar de detenerlo, que inaugura un trayecto posible o pro-pone algo.
¿Podríamos tal vez poner en relación ambas palabras por lo que tienen en común, y pensar que el objeto es lo que resulta de un proyecto? Si proyectar es arrojar algo por delante, el objeto sería precisamente aquello que se arroja. Todo objeto es un objetivo.
Este camino nos lleva de manera inevitable a pensar en otra palabra derivada de jacere: a saber, el “sujeto”, que es aquello sometido o puesto por debajo. La fuerza de la simetría la hace caer de manera natural en el otro extremo, es decir, en el punto de origen del proyecto. Entones, el sujeto sería aquello que arroja (un objeto por delante).
2. Modernidad
La etimología nos ha dado la excusa para ensamblar un pequeño dispositivo conceptual de tres términos. Tenemos que ver ahora en qué medida nos sirve como llave para abrir alguna puerta. Tiene, en principio, un cierto aire de familiaridad. Evoca cosas, invita ecos. En particular, parece describir bastante bien una cierta disposición o manera de estar en el mundo propia de eso que llamamos modernidad.
Contemplemos, sin ir más lejos, el lema fundacional del pensamiento moderno, el “pienso, luego existo” (cogito ergo sum) de Descartes. Si nos aproximamos con la lente apropiada ¿no podemos observar ya ahí el arco del proyecto? Porque, ¿qué es pensar sino proyectar algo: ponerlo por delante de la conciencia, de los ojos de la mente? El contenido de ese pensamiento se constituye como objeto en el mismo acto en que me hallo como sujeto (que existe). Pensar, entonces, sería algo así como el grado cero del proyectar, el acto fundacional que discierne y otorga ser, al mismo tiempo, a mí mismo y al mundo.
La piedra fundamental de la construcción está en la pequeña palabra “luego” (ergo). Ella une el pensar con el existir, pero al mismo tiempo introduce entre ambos una distancia o diferimiento. No son lo mismo ni viven juntos en pacífica indistinción. Algo se tensa entre ambos, como entre dos personas que bailan o luchan. Es el “luego” de la deducción lógica, que salta a una conclusión desde el trampolín de unas premisas, pero también el de una secuencia temporal. Primero debo pensar para después hallar que existo. Aunque en ese mismo momento ¿no debo acaso entender que debía existir (primero) para pensar (después)? De pronto en torno al “luego” vemos emerger un bucle infinito: un torbellino de temporalidades en el que se cruzan, en un sentido, el orden del conocimiento, y en el otro, el orden del ser. Volveremos a encontrarnos con esta situación por la cual aquello que está al final debe haber estado al principio para hacer posible el proceso del cual es el resultado.
Claro que el sentido del verbo “proyectar” es, en su uso habitual, más restringido que “pensar”. Dice algo más específico sobre los contenidos de ese pensamiento. Se trata, no sólo de poner algo por delante de los ojos de la mente, sino de colocarlo explícitamente en el futuro, de arrojarlo hacia adelante en el tiempo — a la vez que se toma esa cosa futura como objeto de una intención o voluntad. El proyecto es una prescripción para la acción, determina una dirección de movimiento. Articula el pensar con el hacer.
También en esta perspectiva más reducida encontramos algo propio de la modernidad, que convierte esa articulación en un método, desprende la idea de la materia y la hace emerger, clara y distinta, en un espacio separado y anterior a la acción. Es diferente del modo en que se hacían, por ejemplo, las catedrales góticas, que en buena medida se diseñaban sobre la marcha, en el ensamble de los saberes empíricos y la capacidad creativa de muchos artesanos. Se trataba de un pensar mezclado, confundido con el hacer. Ahora estamos en cambio ante una disociación, una separación de fases. El proyecto moderno tiene dos, o incluso tres momentos diferenciados: la concepción de la idea (imaginación), la elaboración de planes o diseños (razón) y la ejecución del objeto (acción) [1]. Reclama del sujeto al menos dos formas completamente diferentes de hacer: hacer planes, y hacer cosas — duplicidad que se ve reflejada en la misma palabra “proyecto”, que designa tanto (en sentido restringido) al conjunto de los planes, planos o diseños, como (en sentido amplio) al arco completo que va de la concepción de una idea a su ejecución material.
Podemos dar por seguro que los humanos de todas las épocas y lugares imaginaron futuros posibles, se propusieron metas y actuaron de la forma que consideraban mejor para alcanzarlas. En un sentido amplio, no cabe duda de que el proyecto es una modalidad humana universal. Pero intentamos distinguir aquí las condiciones bajo las cuales la modernidad lo convierte en un método y en un principio organizador de la vida, llevándolo, por así decir, al centro de la escena. Hizo falta que Dios (y sus representantes en la Tierra) se volvieran un poco menos imperativos, que su antigua Ley fuera cediendo sitio a la nueva voz de la Razón para que los sujetos humanos empezaran a constituirse, ya no como actores más o menos obedientes del Gran Plan divino, sino como funciones de sus propios proyectos. Recién entonces quedaron solos con el desafío de su propia libertad.
El sujeto de la religión se constituye ante los ojos de Dios. Lo que haga en vida es importante como prueba de obediencia al mandato divino y fidelidad al lugar predeterminado que ocupa en la creación: el tránsito por este mundo no es más que un largo examen para unos premios y castigos que se repartirán después de la muerte. Hacer cosas puede incluso ser inútil, porque el Observador Universal ve la intimidad de nuestros pensamientos e intenciones aún antes de cualquier acción. En cambio, en un mundo sin Dios (o con un Dios Arquitecto que ya no se mete con nuestras pequeñas tribulaciones personales) nos vemos en la necesidad de otras formas de manifestar el hecho de que existimos. Privados de aquella relación íntima con el Creador, necesitamos nuevas formas de aparecernos ante otro(s). Recién entonces el proyecto puede convertirse en la forma general de la puesta en escena de un sujeto, el lugar en el que se manifiesta ante sí mismo y ante los demás [2]. En otras palabras, si Dios no lo está mirando, el sujeto es estrictamente invisible, apenas un fantasma de lo que todavía no es o una potencia irrealizada, hasta que aborda su proyecto. Debe producirse o hacerse existir a sí mismo por medio de la acción.
Por último, la modernidad misma puede ser vista como un inmenso proyecto colectivo. A diferencia de las sociedades premodernas, generalmente orientadas a la conservación del orden existente, la sociedad moderna es un estado de cosas dinámico, en el que se espera que el futuro sea diferente del pasado. El cambio es parte de su esencia. Los discursos que circulan en ella se refieren insistentemente a la idea de progreso. Ese es el nombre de un proyecto a gran escala y largo plazo con un objetivo muy general, que tal vez podría sintetizarse como “el imperio de la razón”. Las grandes batallas ideológicas de esa era pueden entenderse como conflictos entre distintas maneras de concebir y trabajar en pos de esa meta universal.
3. Objeto
¿Qué es, entonces, el objet(iv)o de un proyecto? Es algo que el proyecto señala: el punto terminal de una trayectoria. Sin embargo, también es lo que constituye al proyecto como tal, aquello que lo hace posible: no hay proyecto sin objetivo. Sucede entonces que está después o al final del proyecto (en el orden de la acción), pero también antes o en el origen del proyecto (en el orden de las ideas). Es la causa final o el motor inmóvil que pone todo en marcha. De él proviene la fuerza que impulsa al proyecto, por intermediación de la aspiración o deseo que genera en el sujeto.
Ese desdoblamiento temporal pone de manifiesto una doble naturaleza y nos permite abordar la siguiente pregunta: ¿es el objeto una entidad material o mental? La respuesta es, como ya podemos sospechar, ambas. El proyecto es justamente una operación que consiste en la transformación de un fenómeno mental en una cosa en el mundo. O mejor dicho, en darle forma a una porción del mundo de manera tal que le dé cuerpo a una idea [3]. En la cosa la idea queda manifiesta (en la medida en que el proyecto se llevó a cabo con éxito) pero también perdida (en tanto idea).
El objeto es, entonces, una cosa diseñada, en el sentido de que es el resultado de un designio, es decir, de una intención. Como tal, tiene un significado. Significa, precisamente, esa intención, el plan de su propia existencia. En principio para el sujeto mismo de la acción que resulta en el objeto, pero después para otros, que pueden ver el proyecto en esa cosa, y por lo tanto, de algún modo, leer al sujeto en el objeto, ver el designio que materializa.
Está claro que utilizamos la palabra “cosa” de la manera más vaga y genérica. Sólo en algunos casos el objeto es una cosa física, como el edificio que resulta del proyecto arquitectónico. Otras veces el objeto es muchas cosas, o estados de cosas, u organizaciones de cosas y personas. Es, por ejemplo, la emancipación de las clases trabajadoras, o un hijo casado y con un trabajo decente, o un crecimiento del 3% del producto bruto, o la casa propia, o la conquista del mercado chino, o el ascenso dentro de la empresa. Hay metas de distintos tipos y niveles que forman estructuras complejas: algunas se subordinan o enmascaran a otras. Por ejemplo, el nuevo producto próximo a lanzarse es en realidad un instrumento para la maximización de las ganancias de la empresa. Por otro lado, hay objetivos individuales y grupales. Los individuales son una manera de reunir las propias fuerzas: el foco en una objetivo es un poste al que podemos amarrar las partes de esa multiplicidad rebelde que llamamos “yo”; un hilo con el que enhebrar algo parecido a la unidad de un sujeto.
De modo similar, los proyectos grupales congregan humanos en torno a un objeto común. Es un punto de reunión y fuente de sentido, como el tótem de la tribu. En torno a él se tejen relaciones, identificaciones, y en última instancia identidades colectivas. Es más, el objeto no funciona sólo como el operador de constitución de un conjunto humano, sino como principio de organización interna, de acuerdo a las relaciones que los distintos miembros del grupo guardan con él. Siempre hay una división de tareas: algunos imaginan, otros planean y otros ejecutan. Algunos son custodios de la pureza del objeto e intérpretes de sus demandas. Del proyecto emerge espontáneamente una jerarquía.
Hasta ahora hemos abordado el proyecto como si entrañara una naturaleza temporaria, cierta fugacidad que reclama todo el tiempo su reemplazo por otros nuevos. Para los sujetos implicados, eso significaría a largo plazo vidas inseguras e inestables, en permanente transformación. Esa no es una mala descripción de muchas biografías contemporáneas, por cierto, pero no siempre es así. Una invención clave de la modernidad es la empresa, que vendría a ser una suerte de proyecto coagulado o, en otras palabras, un proyecto interminable, que ejecuta al infinito los mismos diseños. En períodos de homeostasis, los sujetos capturados en su maquinaria renuncian a la imaginación (a la libertad creativa) para gozar los beneficios de la relativa solidez de ese ciclo de ejecución perpetua. Aunque, naturalmente, las empresas dan origen a otros proyectos: se reestructuran, lanzan nuevos productos, conquistan nuevos mercados, adquieren a otras, etc. El capitalismo se construye sobre las capas sedimentarias de proyectos nacidos de proyectos anteriores.
Ahora bien, en el marco de esta curiosa redefinición de la palabra “objeto”, podríamos preguntarnos qué pasa con cosas como árboles y nubes, corrientes oceánicas y tormentas tropicales, colonias de hormigas e individuos humanos. ¿Acaso no son objetos? Para la primera modernidad esa pregunta tenía una respuesta sencilla: todo lo que hay es, o bien el resultado de un proyecto de otro humano, o bien el resultado de un proyecto de Dios. Lo primero constituye el reino de lo artificial, lo segundo el de lo natural. Se trataba, en consecuencia, de un mundo enteramente proyectado, donde todo es fruto de alguna intención. Detrás de cada cosa se esconde una voluntad (o La Voluntad), que ha diseñado esa cosa para un fin particular. Podemos llamar paradigma proyectual a esta visión de un mundo completamente diseñado.
El paradigma proyectual significa que toda cosa está allí para algo — incluso las substancias más indeterminadas, como el agua, la tierra y el aire. Cuando el hombre moderno las utiliza como materiales de sus proyectos está al mismo tiempo volviéndose instrumento del proyecto divino, porque rescata a las cosas de su larga espera, de su disponibilidad pasiva y de su indigencia simbólica para dotarlas de un sentido: como representante señalado de Dios en la Tierra, tiene la capacidad singular de redimir a las cosas volviéndolas útiles.
4. Sujeto
Ahora bien, si seguimos adelante por el camino que abre esta manera de ver las cosas, nos encontramos enseguida con una consecuencia singular, que contradice nociones comunes de venerable historia. A saber que, paradójicamente, la capacidad humana fundamental de la llamada “Edad de la Razón” no sería la razón, sino la imaginación. ¿Por qué? Porque es un acto de imaginación lo que da inicio al proyecto. La imaginación provee los fines, mientras que la razón se limita a administrar los medios para alcanzar esos fines. La imaginación es la que arroja por delante, la razón es la que nos ayuda a encontrar, entre la confusión de cosas que es el mundo, el camino hacia ese mojón plantado en el futuro. Es la encargada de ir acortando el arco del proyecto hasta reunir al sujeto con el objeto que lanzó lejos de sí, en un retorno a la unidad originaria que disuelve todas las tensiones.
La naciente libertad moderna no es la libertad de razonar (también en el medioevo, por ejemplo, se razonaba con enorme finura y profundidad), sino la libertad de fantasear o desear, de imaginar arbitrariamente cosas que no existen y trabajar para hacerlas realidad. Así, el sujeto moderno no deja de proyectarse o, diríamos, de crearse problemas, al ponerse en un lugar de falta respecto a algún futuro imaginario.
Todo proyecto es una apuesta. El sujeto moderno es un jugador. Se pone a prueba en cada proyecto, se juega a sí mismo, esperando tal vez encontrarse o conocerse en esa tirada de dados, en ese “acto de arrojo” que mide su capacidad y sus recursos contra su propia imaginación.
Otra manera de decirlo es que está íntimamente dividido: lo atraviesa una duplicidad fundamental. Por un lado es quien concibe una idea y desarrolla unos planes, y en ese papel está antes del proyecto. Por otro lado es quien lo lleva a cabo: trabaja en la consecución de un objetivo, y en ese proceso se produce a sí mismo. Es también, como sujeto, un resultado, algo que viene después del proyecto. Volvemos a encontrar aquí la ambigüedad del “luego” en el lema cartesiano: el sujeto es al mismo tiempo la condición de posibilidad del proyecto y su resultado. Sin él no hay proyecto, pero sin el proyecto el sujeto nunca empieza a existir en el mundo.
El ideal del sujeto moderno es el que no se queda en la producción estéril de ideas que nunca se materializan (como el intelectual que no hace), ni el que ejecuta planes venidos de afuera (como el obrero que no piensa), sino el que recorre íntegro el camino que va de la idea al objeto. Es un jugador, por lo tanto, no sólo en el sentido de quien se somete al azar de los dados, o de quien apuesta a los caballos, sino que a la vez él es el caballo: es el agente del que depende el éxito de su propia apuesta. Debe reunir, por lo tanto, la imaginación con la determinación que le permite salvar esa brecha en cierto modo infinita, transitar el azaroso camino que va del pensamiento de algo que no existe a la existencia de lo pensado.
Es fácil constatar la vigencia de este ideal. Por ejemplo, en la mayor parte de las ficciones que nos brindan las industrias del cine y la televisión. El héroe (y también, más aún, el villano) de la historia será con toda probabilidad alguien que tiene un propósito muy claro, una verdadera idea fija a la que todo lo demás queda subordinado. La venganza, el rescate del ser amado, la captura del asesino: sea cual fuere el objetivo, justifica seguramente que el protagonista vaya dejando un rastro de destrucción a su paso. Se trata de la glorificación de un sujeto obstinado, de una voluntad que no se detiene ante nada. Pero también podemos observar la misma conjunción de cualidades en otras áreas: por ejemplo, en el emprendedor, figura paradigmática del capitalismo de nuestros días, del que se pide, entre otras cosas, capacidad visionaria, habilidades de planificación, sentido práctico, energía inagotable y una perseverancia a prueba de balas.
5. Fracaso
Este ideal, como todos, suele fallar. Hay múltiples maneras en que las personas reales tropezamos en el intento de convertirnos en perfectos sujetos modernos. El catálogo de esos fracasos sería al mismo tiempo un listado de las patologías típicas de nuestra época. Sin pretensiones de exhaustividad, podríamos apuntar algunas posibles entradas en ese inventario de disfunciones.
Por ejemplo, el riesgo del proyecto implica que, apenas la determinación flaquea, se hace presente su cara oculta, a saber, la ansiedad. Es una consecuencia natural de habitar día a día la tensión del arco del proyecto. Pero no se trata solamente de que el motor (la causa final) del proyecto esté depositado en el futuro, y de que el futuro sea incierto. La ansiedad también proviene del simple hecho de que la imaginación y la razón, esas dos facultades que, en el marco del proyecto ideal, deberían trabajar en perfecta armonía, están en cambio esencial y profundamente desfasadas. Pertenecen a temporalidades diferentes: mientras que la imaginación hace presente cualquier cosa (imaginable) aquí y ahora [4], a la razón le queda la tarea de ser razonable, de partir de las condiciones presentes y calcular los pasos necesarios, las vías de acción posibles, los obstáculos probables, para llegar al objetivo imaginado. Puedo imaginar lo que quiera, pero hacerlo realidad es otra cosa: quedo expuesto entonces a todo tipo de desvíos, percances y demoras. Me siento ansioso porque el proyecto puede lisa y llanamente fracasar.
La posibilidad del fracaso es esencial al vértigo de la apuesta. Más aún, cuanto más probable sea el fracaso, mayor será la excitación, la fuerza vital que movilice el proyecto. Tal es la intensidad que captura al jugador. (Una vez más, las películas de acción nos ofrecen repetidamente el satisfactorio espectáculo de un éxito extremadamente improbable). Conversamente, cuando el fracaso efectivamente sobreviene, toda la energía invertida en el proyecto adquiere una carga negativa que se vuelve contra el sujeto, castigado ahora por la frustración de su propia impotencia. Vemos allí por qué el sujeto está verdaderamente sujeto al proyecto, cómo su existencia misma depende de él. El arco proyectual es una correa con la cual el sujeto se ata al objeto.
También puede fallar la imaginación: o bien porque el futuro se ha vuelto irrepresentable, o bien por la sensación de que el campo de lo imaginable está agotado, de que ya no es posible tener ideas nuevas. Un sujeto que se ausenta del futuro puede, por ejemplo, tensarse hacia una imagen que viene del pasado. Entonces la imaginación queda relevada por la memoria, y la ansiedad es reemplazada por la melancolía. El futuro siempre permite sostener la ilusión de una posibilidad, aunque nunca termine de hacerse real. Pero la tensión hacia el recuerdo es claramente irresoluble: el pasado no vuelve, y la recuperación de lo perdido es una suerte de proyecto invertido, esencialmente imposible. Esta situación inviable convierte al melancólico en una figura marginal en la modernidad, una especie de sombra o sujeto residual de un proyecto fracasado. El melancólico mismo tiende a verse de esa forma, como un sujeto inoperante o sin finalidad — de ahí la asociación frecuente de la melancolía con las adicciones y otras estrategias que actúan el fracaso por medio de la autodestrucción. Sólo en algunos casos el sujeto puede convertir su melancolía en una suerte de proyecto de segundo orden, tomándola como un material que desencadena nuevos objetivos — en particular en el terreno del arte.
Podemos citar, finalmente, la falla de la ejecución. Es el caso del sujeto que, capturado en el espacio prístino de la idea, es incapaz de pasar a la acción. Se pierde en demoras infinitas, o se entretiene creando unas condiciones necesarias que nunca son perfectas. Reformula sus planes una y mil veces, busca siempre una idea todavía un poco mejor, un poco más satisfactoria. Tal vez tiene miedo de lo que pudiera suceder en el pasaje a la acción. No consigue decidirse a abandonar el hogar reluciente de lo imaginario, para pasar a la banalidad y los defectos inevitables de una cosa en el mundo. Se queda, por lo tanto, a vivir con los planes y diseños, que no fallan. Pero, desde el punto de vista moderno, eso no es una vida. Es apenas la idea de una vida posible. Una vida es básicamente la historia de la diferencia entre lo que uno pensaba que iba a pasar y lo que realmente pasa: es exponerse a la contingencia y a lo inesperado. No vivimos hasta que nos chocamos con la hostilidad y la rebeldía de las cosas [5].
Vemos entonces cómo la figura del sujeto proyectual, con su claridad de metas y su eficacia implacable, se desdobla en una multiplicidad de sombras, sujetos más o menos incompletos o fallidos, que representan los modos que encuentran las personas reales de vivir en el seno de ese imperativo. La ansiedad, la melancolía y la inoperancia son apenas algunos ejemplos de formas de malestar y rebelión contra una forma de ser que no sirve para todos ni es, en definitiva, tan maravillosa. Los beautiful loosers nos hablan, cada cual a su modo, de lo que pierde de vista quien está completamente enfocado en su objetivo, de la particular insensibilidad y el potencial destructivo que son el precio ineludible de la obstinación.
6. Sustrato
¿Es esto todo lo que tenemos? ¿Hay alternativas a este orden forjado en la modernidad? ¿Hay otras formas de ser a las que podamos aspirar? Para responder a esas preguntas debemos observar la suerte que ha corrido la idea de un mundo completamente diseñado que llamamos “paradigma proyectual”.
No es difícil constatar que en esa visión del mundo, en la que todo tiene sentido porque todo es producto de una intención determinada, han aparecido todo tipo de fisuras. Creemos que una de las primeras, y de las más profundas, apareció, no en el seno de la filosofía o el arte, sino de la ciencia, es decir, en el corazón mismo de la racionalidad moderna. En 1859 Charles Darwin publicó El origen de las especies, desencadenando un terremoto conceptual cuyas réplicas se sienten hasta el día de hoy. Ese libro proponía la curiosa idea de que los seres vivos, en toda su sobrecogedora diversidad y complejidad, eran el resultado de un proceso automático, ciego, anónimo, carente de todo plan o dirección centralizada. Es decir, sin proyecto. Las facultades que hasta entonces habían dado cuenta de toda forma organizada, la imaginación y la razón, quedan relevadas de su cargo por el azar (mutación), la finitud de los recursos (selección) y la preservación de características en el tiempo (herencia). Esas son las simples reglas de una dinámica que genera complejidad prescindiendo de todo plan, finalidad, intención o voluntad — en definitiva, de todo sujeto. La vida pasa, entonces, de ser el diseño de un creador a ser un sistema impersonal o a-subjetivo.
Para expresarlo en nuestros términos, la vida en general, pero también cada ser vivo en particular, no son objetos. No tienen nada que ver con ningún proyecto. En una síntesis conceptual que poco tiempo atrás era inconcebible (y sigue siéndolo para mucha gente), no tienen diseño, pero no son un caos. Son otra cosa, que demanda nuevas formas de pensar si queremos explicarlos: sistemas dinámicos autoorganizados.
Llevó tiempo que esas semillas dieran fruto. Recién en el siglo XX, y más en particular después de la Segunda Guerra Mundial, empezaron a desarrollarse formas de pensar que, a contracorriente del reduccionismo y la fragmentación disciplinaria de la ciencia moderna, plantearon modelos transversales con el poder de describir dinámicas análogas en sistemas de escala y materialidad vastamente diferentes. Estas disciplinas incipientes recibieron, en distintos momentos y modalidades, nombres tales como cibernética, teoría de la información, teoría general de sistemas, ecología. Hoy tienden a englobarse bajo la etiqueta de “ciencias de la complejidad”.
Decíamos entonces que estos sistemas, estas multiplicidades dinámicas, no son objetos. No sólo es imposible leer en ellos una intención, el designio de un creador, sino que en general ni siquiera está claro dónde empiezan y terminan, con qué criterio circunscribirlos, y mucho menos cómo controlarlos. Necesitamos un nombre nuevo para ellos: llamémoslos, entonces, “sustratos”. Abandonamos en este caso a la raíz jacere: los sustratos no han sido puestos o arrojados por nadie, sino que están ya ahí, como un fondo sobre el cual nos movemos y desarrollamos nuestros proyectos. “Sustrato” es “lo que se extiende por debajo”. Viene del latín stratum, “cubierta de cama”, a su vez participio pasivo de sternere, “extender por el suelo”, “alfombrar”.
Los sustratos se “extienden por debajo” porque están mayormente sumergidos: están ahí, pero no ocupan nuestra atención. Los damos por supuestos. Eso hasta que, como en una frazada, se produce una arruga, un pliegue que emerge y se hace repentinamente visible, cobra una presencia ineludible. El clima se organiza bajo la forma de un huracán; en los mercados estalla una burbuja especulativa; la sociedad que parecía sometida produce una revolución; los microorganismos con los que convivimos en paz de pronto se manifiestan como una enfermedad.
Los sustratos, entonces, irrumpen para desarticular la apacible transparencia racional del paradigma proyectual. Convierten al mundo en algo más loco, más desconcertante, poblado por vastas entidades sin bordes definidos que no tienen voluntad ni propósitos pero que tampoco son materia inerte o indeterminada: por el contrario, son múltiples activos, poderosos e impredecibles.
Así, el pliegue de un sustrato es lo no planeado ni previsto que de pronto se hace real. Recibe el nombre de acontecimiento. No es que venga del vacío o de la nada: habitualmente estaba ya incubándose en el sustrato, en muchos casos durante largo tiempo. Sucede simplemente que estábamos demasiado ocupados con nuestros proyectos para verlo. Por ende, sólo se hace manifiesto ante nosotros cuando es una realidad ineludible. En otras palabras cuando, en su presencia, nuestros proyectos ya no pueden proceder como habíamos planeado [6].
7. Basura
Los sustratos tienen una doble relación con los proyectos, una doble naturaleza paradójica. Por un lado, son aquello que todo el tiempo se resiste a nuestros planes, que continuamente deshace lo que hacemos e introduce el caos donde estamos tratando de crear un orden. Incluso una materia tan dócil como la pintura es una suerte de sustrato para el pintor, en la medida en que se rebela y no hace lo que el pintor quiere sino, podríamos decir, lo que a ella se le ocurre. Pero ese mismo ejemplo revela su segundo aspecto: el sustrato es aquello con lo cual el proyecto trabaja. Es su materia prima, el barro en el que hay que hundir las manos para darle forma material a los designios de nuestra imaginación.
Desde el punto de vista del sujeto del proyecto, no existen substratos, sino tan solo materiales, porque la dinámica de los sistemas, la vida de las cosas, le importa sólo en la medida en que afecta al proyecto [7]. Por ejemplo, al fabricante de papel sólo le importa del bosque cuánto papel le permite producir y a qué costo. Distingue tal vez entre especies de árboles en razón de su rendimiento y tasa de renovación. Pero las especies animales y vegetales que viven bajo sus copas, el aire que purifica y las nubes que genera, su belleza y su historia, son consideraciones irrelevantes. Los árboles se convierten en entidades más complejas cuando, por ejemplo, son atacados por una plaga que perjudica su crecimiento. Entonces no queda más remedio que entenderlos (a ellos y a la plaga) un poco mejor: justo lo necesario para resolver el problema.
Pero además, los objetos no son el único resultado del proyecto: todo proyecto genera efectos no proyectados, consecuencias secundarias del proceso productivo que van quedando por el camino: en una palabra, basura. También la basura tiende a ser ignorada: mientras que la luz de la atención subjetiva ilumina al objeto, la basura queda en las sombras. Hasta el momento en que emerge de ellas y se hace presente como un obstáculo en el camino del proyecto [8].
Desde un punto de vista sistémico, en cambio, la basura es el resultado principal del proyecto: el más abundante y descontrolado, el que vive su vida propia fuera de la vista de todo sujeto, y todo el tiempo regresa a los sustratos, todo el tiempo hace sustrato. Adoptar este punto de vista significa, entre otras cosas, permanecer ante la basura: dejar de pretender que no existe o de barrerla debajo de la alfombra (ese sustrato no tan metafórico que ya no puede contener todo lo que ocultamos en él). Implica distribuir la atención con más generosidad, dejar de mirar al frente todo el tiempo para ver lo que va quedando abajo, detrás y a los costados. Es pasar, digamos, de la obstinación al cuidado: a la intención de atender a todos los resultados de nuestras acciones.
Los objetos mismos se vuelven basura con el tiempo. Mientras eran el objetivo de un proyecto, la atención de un sujeto los sostenía y los llenaba de significado. Pero apenas el proyecto concluye deben afrontar su destino de cosa entre las cosas. La basura también está hecha de objetos fallidos, rotos y obsoletos: es decir, objetos que, por algún accidente o el mero paso del tiempo, perdieron su significado, se des-diseñaron y regresaron al vasto repositorio de lo indeterminado [9].
Durante mucho tiempo la modernidad se las arregló para ignorar sus propios desperdicios. El entorno natural era concebido, no solo como un repositorio del que podían extraerse recursos sin fin, sino como un vertedero en el que se podían hacer desaparecer todos los subproductos, sobras y restos imaginables. Como si la madre naturaleza tuviera no sólo una generosidad nutritiva ilimitada, sino la capacidad de asimilar y neutralizar todo lo que arrojáramos en su seno. Pero ya no podemos disimular más. La basura brota por doquier. El proyecto se revela insostenible.
La omnipotencia iluminista de la primera modernidad va dejando paso (lenta, trabajosamente…) a una consciencia creciente del hecho de que no tenemos el control. Empezamos a ver que incluso nuestros actos más triviales, como viajar en automóvil o comer un trozo de carne, tienen consecuencias: están insertos en una red compleja que conecta nuestras vidas con sistemas materiales, biológicos y humanos que parecían distantes pero se vuelven de pronto concretos, inmediatos. Todavía hacemos planes y apostamos a nuestros proyectos, pero en el seno de una desconfianza creciente por la pura voluntad como una fuerza capaz de imponerlos al mundo. Nos damos cuenta de que todo implica negociaciones, una atención cuidadosa a todo tipo de consecuencias inesperadas, un juego de tensiones y balances que nunca es lineal ni predecible. Reconocer la existencia de los sustratos es abandonar la ilusión del control.
El problema específico de nuestro tiempo es que vivimos entre la basura y las ruinas de los proyectos modernos, pero no sabemos cómo vivir sin proyecto. No hablamos sólo de los proyectos individuales, sino de los grandes proyectos colectivos que, de la Revolución Francesa a la caída del Muro de Berlín, movilizaron incontables voluntades. Las utopías ya no nos convencen ni consuelan. En esta post-historia sin rumbo nos queda una desconfianza de las grandes Ideas. Pero no está claro, entonces, qué debemos hacer con el mundo y con nuestras vidas, más allá de operaciones de emergencia de contención de la basura y resistencia al avance sonámbulo de las maquinarias modernas. No está claro, sobre todo, cómo organizar una subjetividad positiva, que trascienda la angustia del derrumbe para recuperar la alegría de construir algo con otros, de tramar entre todos algo mejor: un mundo que valga la pena.
¿Qué tipo de vida podemos vivir si no es una vida orientada a un proyecto? ¿Cómo podemos operar en el mundo sin llenarlo de basura? ¿Dónde encontraremos un modo de ser menos destructivo, más atento a los sistemas en los que estamos inmersos y de los cuales depende nuestra existencia misma?
8. Investigación
En la búsqueda de respuestas posibles, debemos empezar por observar que el proyecto no es la única forma de subjetividad que inauguró la modernidad. También puso en marcha al que podríamos llamar el sujeto de la investigación. Para él no se trata de arrojar una idea al futuro, sino más bien de observar algo presente, de situarse frente a una pequeña porción del mundo cuidadosamente recortada, para extraer ciertas regularidades o explicar su comportamiento. Esa observación está entrelazada con la producción de un tipo particular de discurso (hipótesis, teorías). En otras palabras, no se trata de darle forma al mundo para adaptarlo a una idea, sino de darle forma a una idea que se adapte al mundo.
A diferencia del sujeto del proyecto, el investigador no empieza por imaginar un objetivo, sino por prestar atención a un sistema. Por lo tanto, se relaciona más bien con sustratos que con objetos. Su actividad se parece más a tender redes que a disparar una flecha. En lugar de enfocarse, escucha [10]. Hay todavía pequeños actos de imaginación, que consisten en proponer hipótesis. Sin embargo, no son objetivos, sino figuras provisorias, preguntas para hacerle al sistema. Esas preguntas a veces se hacen efectivas bajo la forma de experimentos. El experimento opera una cierta violencia sobre el mundo, pero no es la de la extracción de materiales disponibles, sino la de romper cosas para ver qué tienen dentro.
La investigación forma parte del programa de la modernidad desde el principio, tanto como el proyecto. La ciencia prospera desde siempre en la encrucijada de un doble propósito, tal vez contradictorio. Por un lado quiere conocer a la naturaleza, en el sentido de una pura curiosidad intelectual que no persigue un fin ulterior. Pero ese conocimiento es fatalmente un medio para dominar a la naturaleza: una vez que está ahí queda disponible para su apropiación como material o herramienta por fines que ya no tienen nada que ver con la curiosidad. En la medida en que resulta instrumentalizado, el conocimiento científico se vuelve tecnología.
Muchos investigadores han hecho sus hogares en este pliegue de la modernidad que, en cierto modo, los deja al abrigo del imperio del proyecto. Pueden dedicarse día tras día a averiguar más cosas sobre sus objetos de estudio porque sí, por el entusiasmo de saber más, de ir más hondo en el sustrato. Se trata de la llamada “investigación básica” o “ciencia pura”. Saben, claro está, que sus laboratorios y subsidios provienen de un sistema que aguarda pacientemente la posibilidad de capturar algunos de esos saberes para volverlos “útiles”. Podríamos decir que en el programa de la modernidad el sentido de la ciencia es dominar la naturaleza. Pero sucede que no puede hacerlo sin antes detenerse, poner en suspenso todo proyecto, y sumergirse en los múltiples oscuros que componen el mundo sin otra finalidad que desentrañar su lógica.
Allí reside la efectividad y la necesidad de la división entre la teoría y de la práctica, o entre conocimiento y la acción. La sociedad moderna se divide entre los que se dedican a cambiar al mundo, y los que se dedican a comprenderlo. Los investigadores, en esta organización, tienden a ocupar espacios neutralizados. Están recluidos en sus aulas, bibliotecas y laboratorios. También están encerrados en el nicho de sus especialidades, que según el modelo reduccionista se vuelven cada vez más específicas y fragmentarias [11]. Los saberes que producen sólo se articulan, se hacen efectivos y modifican el mundo en manos de otros: ingenieros, administradores, políticos, empresarios. Es decir, gestores de proyectos.
9. Arte
Este dramatis personae de la modernidad no estaría completo sin mencionar a una figura que tiene un papel marginal y central al mismo tiempo: el artista. Es marginal porque el arte no presta utilidad inmediata al programa de dominio de la naturaleza. A diferencia del saber científico, se resiste a ser capturado como herramienta operativa. Pero es central porque, mientras la tecnología, la industria y la política se dedican al mundo exterior (a la creación, gestión y eventual destrucción de cosas materiales, incluyendo cuerpos vivos humanos y no humanos), al arte le queda la misión de ocuparse de la “interioridad” (es decir, indagar y manifestar sentimientos, ideas, aspiraciones y otras entidades “espirituales”). Así, además de ofrecer belleza y esparcimiento, forma parte de la armazón retórica que “humaniza” proyectos políticos y sociales para su presentación pública, revistiendo su realidad instrumental con un manto de fines elevados y valores nobles.
El artista moderno aborda el arte como un proyecto. De hecho, el sujeto proyectual encuentra tal vez su mejor representante en la figura del genio romántico. Podríamos decir que en torno a este estereotipo la “forma proyecto” se pone en escena para su consideración pública. ¿Quién es el artista genial? ¿En qué consiste su “genio”? Parece tratarse de un tipo de imaginación particularmente elevada o intensa, que confiere al artista un acceso privilegiado a cierto plano inmaterial (la armonía del cosmos, la esencia de las cosas, la verdad de su tiempo…). De allí extrae unas Ideas, que luego manifiesta por medio de un dominio singular de sus materiales que se llama talento. De ello resulta un objeto u obra que está cargada de diseño, que rebosa de significación. En todo el proceso se manifiesta el estilo del artista que, como una firma inimitable, lo distingue como tal sujeto entre todos los otros. En esa alianza de inspiración, talento y estilo demuestra ante todos cómo se hace un sujeto, y al reunir magistralmente ideas con materiales ofrece un modelo de cómo se hace un objeto: la obra de arte.
El gran artista es, para decirlo brevemente, una especie de hiper-sujeto. De manera simétrica, la obra maestra es un hiper-objeto. Está cargada de una cantidad máxima de significado: procrea experiencias, interpretaciones, conversaciones sin fin. Esto es correlativo a la atención que recibe por parte de otros humanos. Su significación la hace notable, y la atención que recibe la carga de significado, porque a fin de cuentas es la atención humana lo que objetualiza a una cosa. La Gioconda, rodeada de un enjambre permanente de espectadores que la miran, sería el Objeto por excelencia, el colmo de la objetualidad [12].
La crisis del paradigma proyectual también es, como cabía esperar, una crisis de esta forma de arte. Desde principios del siglo XX, con la llamada “época de las vanguardias”, se puede seguir la decadencia del modelo romántico. Se dio inicio entonces a un proceso de experimentación abierta con distintas formas posibles de pensar y hacer arte. Hoy en día convivimos con varias de ellas a la vez. En ciertos ámbitos sobrevive la figura del artista como proyectista iluminado: un ser especial que inyecta significado en el mundo por medio de la producción de objetos raros y valiosos. En otras corrientes, sin embargo, tanto el artista como la obra han sufrido desplazamientos radicales, que mantienen la vigencia del arte como un laboratorio de procedimientos y actitudes hacia el mundo
En el curso de nuestra indagación por nuevas formas de vida más allá del proyecto tiene sentido, entonces, que nos detengamos un momento en este territorio. La visibilidad intrínseca del arte, su carácter, digamos, exhibicionista, lo vuelven propicio para rastrear novedades que pueden ser más opacas en otros ámbitos de la sociedad. En el arte tenemos la oportunidad (como artistas o espectadores) de pensar en público, con un pensamiento que no es sólo discursivo o abstracto, sino que se manifiesta en la práctica y constituye, por lo tanto, modelos vitales en el mundo real.
Puede interesarnos, por ejemplo, ese tipo de artista que ha modificado su papel para devenir algo más parecido a un investigador. No hablamos de un movimiento específico: en el marco de distintas preocupaciones conceptuales y estéticas podemos observar formas de proceder similares, que consisten en aproximarse a un material determinado (o, en nuestros términos, a un sustrato) con la mente abierta, es decir, sin una idea preconcebida de qué hacer con él. El ánimo es más bien conocerlo, interrogarlo, internarse en sus complejidades, en una relación que termina por volverse íntima. No es tan sólo una aproximación intelectual, sino también emocional y física: diríamos que el artista se sumerge en sus materiales de cuerpo entero.
Los substratos que aborda el arte pueden ser cosas muy diferentes entre sí. Por ejemplo, la subcultura gay de Nueva York en los años ’70, las posibilidades inherentes a la geometría del cubo, las características sociológicas de los visitantes de una muestra, los patrones que emergen de secuencias sonoras ligeramente desfasadas, las representaciones de águilas en el arte y la cultura popular, la experiencia de estar embarazada, la arquitectura de edificios industriales en el valle del Ruhr, los registros audiovisuales capturados por víctimas de ataques aéreos, las telas que tejen las arañas, la vajilla descartable, etcétera [13]. Son multiplicidades materiales, orgánicas, sociales, culturales, técnicas… Sea cual fuere el caso, al involucrarse con una de ellas, al vivir con ella durante el tiempo que sea necesario, el artista va conociendo su dinámica, la organización de fuerzas que se anudan en su interior, sus discontinuidades y puntos de intensidad singular. Aparece entonces la oportunidad de hacer emerger, de volver visible algún aspecto de esa vida oculta del substrato. Por medio de esa escucha atenta, el artista encuentra eventualmente que ese material tiene algo para decir, y entonces le presta su voz. Se convierte en su vocero.
En un marco así el arte ya no es una pura manifestación de estados espirituales del artista (expresión de sus ideas, sentimientos o “inspiraciones”), sino una suerte de registro de la dinámica de un sustrato. Se corre, por ende, de su papel asignado de disciplina a cargo de la interioridad humana, aunque tampoco se ocupa tan sólo de la exterioridad. Hay un rechazo en conjunto de la oposición interior-exterior, para proponer en cambio el relato de un encuentro entre una persona y cierta porción del mundo: de la vida de un sistema tal como un humano la comparte.
La obra, en este caso, ocupa el lugar derivado de evidencia de un proceso de investigación. Es un espécimen recogido en un viaje exploratorio, el registro de un experimento o el rastro sensible de un acontecimiento. En lugar de ser un objeto (hiper) diseñado, es algo encontrado, algo que no fue imaginado ni previsto de antemano. El artista no lo puso en el sustrato, sino que ya estaba allí, pero plegado o dormido o en suspenso. La creación artística se transforma entonces en el proceso de actualizar unas virtualidades, de desplegar unas potencias inherentes al material.
Lejos de tomar al sustrato como una materia inerte para darle forma a una idea, este modo de hacer arte se aproxima a él con respeto, curiosidad y cautela. El trabajo no se pone en marcha con imaginaciones y planes, sino con una atracción inespecífica, con el vago llamado de una multiplicidad que reclama atención. Es muy posible que al principio el artista no sepa bien qué está haciendo: observa el material, juega con él, prueba cosas, en la confianza de que, en algún momento, algo va a suceder. Por momentos todo parece un caos, nada tiene forma, los rumbos posibles son demasiados o muy pocos. Todo el trabajo está en riesgo, y a veces efectivamente nada sucede: el sistema guarda silencio. Pero a veces algo emerge: un pliegue del sustrato se manifiesta como una guía, como un surco a seguir para llegar a un lugar en el que, repentinamente, todo tiene sentido.
Es una forma de entender el arte que resiste al proyecto [14]. Pero tampoco se mimetiza con la investigación científica, porque no está divorciado de la práctica. Como sucedía en relación a la interioridad y la exterioridad, niega la distinción entre teoría y práctica, y propone en cambio un pensamiento activo, o un hacer pensante. En esta investigación creadora, incluso la distancia entre sujeto y objeto colapsa porque, como decíamos, no hay una distancia analítica, sino una inmersión, una suerte de simbiosis (en el sentido de vivir con otro). Podríamos decir incluso que el artista deviene sustrato, para que el sustrato pueda devenir humano, y así tener una voz. Entonces se torna difícil distinguir aquello que “quiere” el material de lo que quiere el sujeto. El material actualiza sus virtualidades por medio del artista, y el artista adquiere nuevas potencias por medio del material.
10. Vida
Hoy en día podemos observar un número creciente de personas que adoptan en sus propios campos de acción formas de proceder análogas a la que ejemplificamos con el arte. Los ejemplos abundan en educación, acción social y ambiental, planeamiento urbano, arquitectura, producción de alimentos, organización empresarial, política, etcétera. Son profesionales, investigadores y activistas que no abordan su trabajo como si ya supieran de antemano todo lo que sucede y todo lo que hay que hacer. Es un desafío para cada uno de nosotros pensar en qué medida podemos acercarnos de esta manera al material con el que trabajamos, sea cual fuere. En lugar de apresurarnos a imponerle nuestras ideas preconcebidas, de someterlo a nuestra voluntad, se trata de prestarle atención, de esperar y escuchar antes de intervenir, de aproximarse humildemente y con cuidado. En resumen, de proceder como si estuviéramos tratando con un ser vivo.
Es necesario aclarar de qué hablamos cuando hablamos de “vida”. No se trata de algún misterioso fluido intangible o fuerza espiritual. Tampoco le estamos atribuyendo a los sistemas nada parecido a una voluntad o intencionalidad, nada que se acerque a una mente. Pero la palabra “vida” parece apropiada para una dinámica compleja e impredecible, que incluye circuitos de retroalimentación, mecanismos de estabilidad y puntos de catástrofe; que emerge a partir de la miríada de interacciones entre una multiplicidad abierta de elementos que son, a su vez, sistemas; que evoluciona en el tiempo, escapando a todo intento de reducirla a un esquema o identidad definida; y que no se deja reducir a leyes lineales o reglas simples, y evade por ende todo intento de control. Sin ser animistas, podemos decir que todo está vivo. En el sentido, justamente, de vidas sin alma, hechas de puros intercambios de materia, energía e información.
Estamos proponiendo una definición apenas ampliada de aquello que habitualmente llamamos “vida”. Desde este punto de vista, un humano no sería tan diferente de una medusa, un liquen, un glaciar, un huracán, una revolución o una epidemia. Todos son configuraciones dinámicas de materia y energía relativamente estables, fenómenos locales semi-autónomos en el seno de sistemas más grandes, que duran un tiempo y luego se disuelven [15].
De igual modo, cuando decimos que el sustrato “quiere decir” algo no pretendemos atribuirle deseos. Es una figura conveniente para hablar de tendencias o afinidades implícitas en la materia. Por ejemplo, un ingrediente comestible “llama” a otros con los que puede hacer combinaciones felices, al tiempo que “rechaza” a los que son incompatibles. El chef no inventa esas afinidades, que ya están ahí. Pero necesita atender a ellas, imaginar posibilidades, experimentar combinaciones para encontrar puntos de intensidad singular en el campo de fuerzas abstracto que forma esta red de “amistades” y “odios” virtuales [16].
En ese contexto ya no es tan fácil organizar todo a partir de proyectos. Somos como Alicia en el juego de cricket del País de las Maravillas: los palos son flamencos que no se quedan quietos, las pelotas son erizos que se desenroscan y se van caminando, los arcos son naipes-soldado que se mueven de un lado a otro. Intentamos jugar a un juego en el que todos los elementos son activos y hacen lo que se les ocurre. Necesitamos adaptabilidad a los cambios, atención al entorno y una cierta capacidad de improvisación. Nada depende exclusivamente de nuestra voluntad: todo trabajo es un trabajo en red, que conlleva negociaciones continuas con otros agentes, humanos y no humanos.
El sujeto del proyecto busca maximizar el control y la previsibilidad. Vive en la anticipación de un objetivo. Por el contrario, en esta forma de hacer que llamamos provisoriamente “investigación creadora”, el sujeto sabe que trabaja con sistemas esencialmente incontrolables e impredecibles. Trabaja para que algo suceda, pero también para averiguar qué debe ser y en qué momento. Está más bien a la espera de un acontecimiento. Es no significa que tenga una actitud pasiva: por el contrario, investiga las potencialidades del material, pone hipótesis a prueba, relaciona cosas que estaban separadas. Crea las condiciones para un des-cubrimiento, para que algo que estaba sumergido en las profundidades del sustrato emerja y se manifieste. No sabe exactamente a dónde llegará, pero se deja llevar por la intuición y la empatía.
También podríamos decirlo de este modo: el sujeto del proyecto es un sujeto de la postergación, de la gratificación diferida hasta el momento de lograr el objetivo. Lo cual significa, a su vez, que vive apurado, porque siempre está de paso hacia otra parte. Donde sea que está, no está del todo, está siempre un poco ausente, con la cabeza puesta en el lugar hacia el que se dirige. En la investigación creadora, en cambio, hay un disfrute inmediato del juego y la experimentación con los materiales, de la experiencia de con-vivir con las cosas, de la presencia total en una situación. El que proyecta se mantiene fuera del mundo, enfrentado a él. Conoce de las cosas sólo lo necesario para utilizarlas. El que crea al tiempo que investiga está en el mundo, se pierde entre las cosas (y, a veces, entre ellas se encuentra). Para el primero el trabajo es tan sólo un medio para un fin. Para el segundo, los fines son excusas provisorias para el trabajo.
11. Después del proyecto
Hallar la forma de la vida después del proyecto es el desafío fundamental de nuestros tiempos. Se despliega en múltiples escalas: es un problema para cada uno de nosotros y para todos los grupos humanos, hasta esa abrumadora multiplicidad sin forma que llamamos “humanidad”. Algunas indagaciones al respecto se engloban justamente bajo la etiqueta de “post-humanismo”. Se trata en todo caso de una cuestión abierta. Lo que aquí presentamos con el nombre de “investigación creadora” (pero que también podría llamarse “acción reflexiva” o “trabajo sistémico” o “artesanado”) es apenas un conjunto de apuntes en torno a una posibilidad que entrevemos. Puede haber otras.
Nos resulta útil, por lo menos, para contrastar los modos de ser asociados al proyecto con otros distintos, y hacer visible entonces que no son los únicos posibles, sino una producción histórica contingente, que en algún momento no fueron y pueden volver a no ser. Pensar esa posibilidad es atisbar el camino de salida de la modernidad como Gran Proyecto, y abandonar por fin el Objetivo que denominamos “el imperio de la razón”, no sólo por agotamiento y desgaste sino por una decisión positiva. Necesitamos, por lo tanto, convocar otras potencias de la máquina humana: en particular, la capacidad para la atención, la sensibilidad y el cuidado. No podríamos decir, sin embargo, que marchamos hacia “el imperio de la sensibilidad”, porque la sensibilidad no construye imperios, sino hogares, campos de juego y puntos de encuentro.
¿Cómo es una vida dedicada a la investigación creadora? Eso es algo que cada uno de nosotros tiene que descubrir en relación a la porción del mundo que nos convoca, al ensamble singular entre nuestras capacidades y los sistemas con los que trabajamos. Pero podríamos apuntar algunas diferencias muy generales con la realización de proyectos. En este nuevo camino el paisaje que nos rodea se transforma. Ya no tenemos ante nosotros una ruta que nos lleva por el camino más corto al horizonte, como la trayectoria de un misil. Estamos más bien recorriendo senderos en el bosque. Perdimos la capacidad visionaria, la vista de águila que nos guiaba hacia el objetivo, y en cambio decidimos a cada paso entre rumbos posibles a partir de indicios cercanos, palpables. No tenemos certeza alguna acerca de lo que nos espera. En cualquier momento podemos sentirnos perdidos, pero no por eso dejamos de movernos. Nos encontramos a veces con claros, ruinas, bestias, torrentes, otros caminantes: todo tipo de accidentes y actores inesperados, que pasan a formar parte de nuestra marcha.
Si intentáramos una oposición punto por punto con el sujeto del proyecto, podríamos decir algo más o menos así: todo se echa a andar, no con la imaginación, sino con una cierta intuición, con el oscuro llamado de un substrato que nos atrae. Vérnoslas con él es una cuestión de sensibilidad más que de inteligencia, para escuchar su voz y encontrar sus puntos singulares. No necesitamos tolerancia al riesgo, sino más bien tolerancia a la incertidumbre de no saber, por momentos, dónde estamos parados ni en qué dirección movernos. No se trata tanto de determinación como de paciencia, para dejar que las cosas se desarrollen, las virtualidades propias del material se manifiesten, y emerja un orden inesperado como un repentino florecimiento.
Se trata de invertir el arco del proyecto: de pasar de una trayectoria balística que nos arroja por el aire y nos hace ver todo desde afuera, a la distancia, a la inmersión en un sustrato que nos pone en relación física y afectiva con el mundo. En lugar de encontrar la razón del movimiento en unos espejismos futuros, la hallaremos en la vida oculta de los múltiples, y en la resonancia de las fuerzas que los habitan con nuestras fuerzas propias. Hay que dar vuelta todo porque todo está patas arriba. Un humano no es una substancia pensante que se enfrenta al mundo para transformarlo y hacer con él lo que se le ocurre, sino un nodo o un nudo particular de potencias, afectos, sensaciones y relaciones con otros agentes, impensable fuera del seno de esa red.
La modernidad vio la luz en el ocaso de un principio organizador (Dios) y de un conjunto de prácticas que lo hacían efectivo (la religión). En su lugar, organizó vidas humanas en torno a diferentes tipos y escalas de Ideas, y de su materialización bajo la forma de proyectos. Se trató de una revolución profunda: la Fe fue expulsada de su trono como la más importante de las facultades humanas, y reemplazada por el binomio de la Imaginación y la Razón. Sin embargo, el Hombre no cedió su lugar de privilegio. Si antes había sido designado entre todas las criaturas para tener una “relación especial” con Dios y para obrar en su nombre ante la Creación, ahora contaba con acceso exclusivo a la Idea, y el derecho consiguiente de transformar el mundo para hacerla realidad.
¿Habrá llegado el momento de un nuevo giro copernicano, que termine con las excusas metafísicas para los privilegios del Hombre? Hace demasiado tiempo que él está en el centro de la escena, director y protagonista de su propia obra, solista inagotable, vociferando discursos sobre su propia importancia (que a veces parecen órdenes y otras veces, súplicas). Podemos imaginar que ese Hombre baja por fin del escenario del mundo, que se calla la boca, y que entonces podemos escuchar la música de las cosas, polifonía de sistemas entrelazados, en la que, después de atender al tempo de la melodía, y aguardando el momento apropiado, podamos sumarnos como meros humanos, un tipo de sistema entre otros, singular como todos, pero no superior ni separado. Viviríamos entonces en un mundo a-céntrico, sin dueño, asamblea permanente de vidas ensambladas, que se alimentan y dependen las unas de las otras.
Toda liberación es también un desamparo. No sucede sin dolor. No sucede sin resistencia. En su alejamiento Dios se llevó consigo la ilusión de estabilidad y orden de las sociedades tradicionales. La Idea compensó esa pérdida con el entusiasmo del progreso y la promesa de un futuro mejor. Ahora vivimos la retirada de la Idea, el derrumbe de las promesas y la noche de la Razón. Transitamos un duelo. Somos tal vez más libres, pero todavía no hemos sabido aprovechar esa libertad para hacer una nueva casa en el mundo. Puede, al contrario, parecernos hostil, peligroso y sin sentido. Es el momento de la intemperie.
Pero la imposibilidad cada vez más evidente de continuar con el bussines as usual del proyecto moderno solo es una catástrofe si estamos comprometidos con el proyecto como forma de vida. En caso contrario, puede ser una buena noticia. La desigualdad extrema, la emergencia ambiental y el agotamiento de los recursos naturales son sin duda hechos muy graves, que dan lugar a privación y sufrimiento, en particular en los grupos humanos más desposeídos, y en poblaciones no humanas que sufren o desaparecen sin que nos enteremos siquiera. Pero si se trata de encontrar algo bueno en todo lo malo, probablemente sería esto: no podemos seguir como veníamos. Nos vemos forzados a encontrar nuevos modos de ser, porque los que tenemos no sirven. El cambio ya no es una contingencia, sino una necesidad. La alternativa es radical: estamos ante el fin, o ante un nuevo comienzo.
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Notas:
[1] En los tiempos que corren son pocos los proyectos que terminan allí. La mayor parte se prolongan en un número interminable de nuevas etapas como promoción, publicidad, branding, marketing, distribución, etc. Ya no basta con hacer cosas, después hay que convertir esas cosas en nuevas ideas en la cabeza de la gente, para que las cosas circulen y el proyecto pueda considerarse consumado.
[2] Hay, ciertamente, otras formas en que el sujeto se (de)muestra o se (re)presenta ante los otros. Por ejemplo, la performance (en actividades como la actuación, la danza o el deporte) y, como veremos más adelante, la investigación. Pero sugerimos aquí que la proyectualidad es el modo fundamental de producción de subjetividad en el Occidente moderno.
[3] Podríamos decir, por lo tanto, que en su accionar concreto el proyecto niega la diferencia abstracta entre realismo e idealismo. Los objetos son fenómenos mentales que sólo acceden a una “existencia plena” en su encuentro con la materia.
[4] La expresión “cualquier cosa” es excesiva: el campo de lo imaginable tiene, para cada sujeto, unos límites que dependen de factores como su entorno social, su educación y su personalidad. La imaginación procede a partir de la recombinación de lo que ya se tiene. Pero esos límites son normalmente invisibles para el sujeto, que vive su imaginación y su deseo bajo la forma de la libertad.
[5] También podríamos encontrar aquí un criterio de demarcación entre lo subjetivo y lo objetivo. Más allá de lo que pensemos sobre la existencia o no de una realidad independiente de nuestras representaciones, de un mundo allá afuera lleno de substancias o cosas-en-sí, desde un punto de vista funcional lo objetivo es el espacio de la puesta en común con otros sujetos: aquello que está a la vista de todos. Mientras vivo con mis ideas soy como el jugador que mira la mano que le ha tocado y calcula posibilidades, pero recién cuando pongo una carta sobre la mesa, donde otros pueden verla, estoy haciendo una jugada que tiene consecuencias, a la que los otros pueden responder, y que puede llevarme a ganar o perder el juego. El proyecto es ese poner sobre la mesa, el paso de lo subjetivo a lo objetivo. Lo objetivo es el conjunto de los objetos, es decir, de los proyectos ejecutados o de-subjetivados, arrojados al mundo para convivir con otros.
[6] ¿Cuál es la relación entre “sistema” y “sustrato”? Un sustrato es un sistema tal como se le aparece a un humano o grupo de humanos. Del mismo modo en que un objeto es meramente una cosa, o un estado de cosas, que se presenta ante alguien cargado de intención y significado, un sustrato es un múltiple que repentinamente se manifiesta como activo (como un agente). Por otro lado, “material” es aquello que el proyecto querría que el sustrato fuera: un insumo disponible y pasivo.
[7] El proceso por el cual un sujeto (individual o colectivo) se apropia de los materiales inorgánicos, orgánicos y humanos a su alcance para llevar a cabo un proyecto puede ser llamado “explotación”. “Capitalismo” es el nombre actual del conjunto articulado de los proyectos de explotación. Sin embargo, desde una perspectiva histórica, el problema no es el capitalismo en particular. Las monarquías imperialistas, el fascismo y el comunismo desplegaron todos proyectos que, por su escala y potencial destructivo, nada tienen que envidiarle. El problema de fondo es la forma de relación del hombre con el mundo que se naturalizó en occidente durante la modernidad.
[8] La basura que parece en este momento más peligrosa, la que puede efectivamente aniquilarnos, es justamente invisible, impalpable, inodora e insípida. El dióxido de carbono es un resto inevitable de casi todas las actividades humanas en una civilización que se alimenta de combustibles fósiles. Estamos literalmente sumergidos en él, pero es al mismo tiempo imperceptible, y por lo tanto abstracto. Necesitamos que unos científicos nos cuenten que está ahí, y que constituye un vínculo causal entre la demanda de energía de nuestras actividades cotidianas y la catástrofe que viene.
[9] Se podría defender, incluso, que muchos objetos nuevos apenas salidos de la línea de producción, así como muchas informaciones nuevas que se difunden en las redes, ya son basura en el momento de su creación: vacíos de significado para todos, incluyendo a sus propios creadores.
[10] Las palabras “proyecto” y “foco” tienen una fuerte connotación visual, luminosa. En cambio ahora hablamos de escucha: como si hubiera una oposición entre el sentido de la vista (el rayo del ojo) que proyecta, y el del oído, que atiende. El primero se mueve de adentro hacia afuera (se arroja), mientras que el segundo se mueve de afuera hacia adentro (se recoge). Si proyectar es arrojar(se), a-tender es tensarse hacia algo, a la espera o al acecho. Es una pasividad alerta o activa.
[11] Las teorías que englobamos bajo el nombre de “ciencias de la complejidad”, sin embargo, atraviesan especialidades y fronteras disciplinares, dando origen a un nuevo tipo de “generalismo” que les abre a sus practicantes la oportunidad de salir de la reclusión académica para participar directamente en debates públicos, buscar articulaciones con las “ciencias humanas” y proponer acciones efectivas.
[12] A pesar de que la Gioconda es una obra pre-moderna, y Leonardo fue un investigador y creador polifacético anterior a la división disciplinaria de las artes y las ciencias. Pero nada de eso fue obstáculo para la apropiación moderna de la Mona Lisa como una suerte de prototipo de la “artisticidad”.
[13] Hay nombres propios de humanos asociados a la investigación de esos sustratos particulares. A saber, respectivamente: Nan Goldin, Sol LeWitt, Hans Haacke, Steve Reich, Marcel Broodthaers, Susan Hiller, Bernd y Hilla Becher, Forensic Architecture, Tomás Saraceno y Tara Donovan.
[14] Si consideramos la abundante historia y variedad de estrategias anti-proyectuales en el arte, resulta curioso que las convocatorias a premios, becas y residencias sean hoy casi unánimes es su demanda de proyectos. Las instituciones que prestan apoyo a la producción de arte favorecen un modelo de artista capaz de prever exactamente el resultado de su trabajo, así como el tiempo y los recursos que necesitará. Es decir, un artista profesional, o un sujeto moderno en la plenitud de sus capacidades de anticipación, gestión y control. Así, se deja de lado toda labor artística que se desarrolle como un proceso abierto y que parta de una conexión íntima con un cierto no saber.
[15] De hecho, el intento de localizar la diferencia o establecer un criterio de demarcación entre lo “vivo” y lo “no vivo” es probablemente un ejercicio de arbitrariedad clasificatoria condenado al fracaso.
[16] Por otra parte, las cantidades, los tiempos, las formas de cortar, mezclar o procesar, los métodos de cocción, incluso la presentación de los platos, son todas variables que modifican en tiempo real ese campo de fuerzas, convirtiéndolo en una entidad articulada de muchas dimensiones